Old habits die screaming

153 14 367
                                    

7 de mayo de 2005

Desde que todo terminó, mi tiempo se quedó atrapado en un febrero infinito, en el que todos los días son lunes grises sin emoción ni novedad. Fue el 15 de febrero de 1987, el día en que toda la “Gran Guerra” terminó y por fin nos deshicimos de los demonios en nuestra tierra que trataban de dominar nuestra dimensión a costa de una destrucción imparable. 

Aunque ellos no fueron los únicos que murieron cuando el portal se cerró y el otro lado se prendió en unas llamas eternas.

Admito que mi estabilidad mental nunca fue precisamente estable, pero en ese entonces, tenía quince años, y nadie es estable con quince años. Pronto cumpliré treinta y cuatro, y en realidad, me he convertido en un niño alto, horriblemente estirado y forzado a la vida adulta, con su cabeza enterrada en la arena suave y fina de la juventud como un avestruz “afrontando” el peligro, horrorizado con aceptar el hecho de que pronto cumpliré treinta y cuatro, en lugar de dieciséis. 

Aunque no añoro mis dieciséis. Me metí en algunos problemas (de los cuales no recuerdo nada en absoluto), y casi terminé en un centro de detención de menores por mierdas que no recuerdo como algún que otro hurto o algunas peleas. Yo no lo recuerdo. 

A los doce años me diagnosticaron estrés postraumático por alguna mierda en el otro lado, dijeron que aquello empeoró a mis dieciséis, hasta que averiguaron que me había viciado a beber alcohol en las esquinas ocultas del pueblo, aunque en realidad, era sólo… a veces. Está bien, casi a diario. 

No supieron qué hacer conmigo, hasta los diecisiete, cuando, el día posterior de mi cumpleaños, me dijeron que me internarían pronto, porque no dejaba de meterme en problemas en los que participaba inconscientemente, y, según mi madre, querían mantenerme supervisado. Además, empezaba a ganarme la reputación de alcohólico. Un poco exagerado, sinceramente. No era para tanto.

Al final, los estudios de mi hermana se volvieron prioridad para la familia, (incluyéndome a mí), por lo que me esforcé en no salir de casa para evitar problemas y que así no me internen para que pudieran pagar su universidad sin tener que preocuparse por mí o siquiera por mis propios estudios. 

Pero, diablos, eso me hizo pudrirme por dentro. Me aguanté y callé hasta que se olvidaron de mis problemas mentales lo suficiente para no mencionarlo cuando amanecía con heridas en las manos por a saber qué cosas. 

Un par de meses de cumplir los dieciocho, regresé a mi amada/odiada California en busca de un nuevo punto de vista que no me ahogue en mi propio aire, y para, con suerte, olvidarme del puto Mike Wheeler. 

Porque el hijo de su madre no fue un amor pasajero, sino una tortura que me exprimía el corazón y la cabeza hasta la locura. Realmente nunca lo olvidé, pero por lo menos me distraje lo suficiente como para callar mi estúpida mente por diecisiete años. 

Me casé y todo, en el 95, justo un mes antes de cumplir los veinticuatro, con Erik Larson, un hombre tan frío como su nombre, pero tan hermoso como la palabra “eternidad”. Me quitó mi apellido, y, aunque tampoco me quejo de deshacerme del apellido “Byers”, me habría gustado por lo menos haber podido debatirlo, aunque no me apetece enfrentarme a su extensa familia queriendo mantener su legado aunque no haya más generaciones. 

Extraño, lo sé, pero llevo casado con él 10 años, y ya no estoy seguro de si es el amor de mi vida y necesito tenerlo cerca o si solo me he acostumbrado a su presencia, como si ahora él fuera sólo un fantasma rondando en mi casa cuyos susurros y lamentos tolero sin rechistar, porque, al fin y al cabo, él es ahora mi familia. Por agria que sea mi expresión cuando lo pienso. Tampoco es que pueda encontrar algo mejor teniendo en cuenta que soy un hombre gay rozando los treinta y tres, y además sigo tan desequillibrado como una balanza en el cual a un extremo hay una gallina, y en el otro un elefante. 

Fortnight Donde viven las historias. Descúbrelo ahora