William y Diana

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Los veo. Están bailando sobre el parquet, con pequeños círculos de luz que marcan las líneas de rojo, azul y verde. La sala, con la vida misma de los ensueños juveniles, es orillada, con pasos bien marcados, a existir tan solo en el ritmo de una canción de los años ochenta. Las cortinas flamean por la ventisca nocturna y, como si fuese un sueño, Diana da vueltas junto a William, que, con su camisa entreabierta, le sonríe a la extravagancia casi infantil de su amada.

Es un espectáculo digno de ver; una soberbia festiva de fácil inoculación. Lamentablemente, carezco de una cámara, no tengo presencia siquiera. Yo, en este momento, risueño ante mis ojos, soy nada, no existo. Pero ellos, considerando que el alma de ambos cabe en toda la preciosidad de la naturaleza, del destino enmarcado por la misma felicidad, viven en un lugar tan complejo que hasta podría ser considerado místico, en donde se me permite, con el tácito objeto de mi existencia, apreciar sus movimientos.

Diana y William mantienen una distancia moderada en la danza, un baile agitado y lleno de energía; el entusiasmo toma distintos colores, admite, en el rodar sobre la piel, una dispersión óptica tan singular como ignorada, que finaliza con un tímido recorrido en el cuello de ambos. Las luces, que se volvieron completamente rojas, ahora se posan en sus mejillas, haciendo que por un segundo se miren a los ojos con afán cariñoso, con las pupilas vinificadas, listas para la sed del otro. Son cómplices de una amistad que es más que amistad, de un amor que va a ser amor. Pero siempre estos momentos pueden ser intervenidos, y así sucede.

No deseo ahondar en los detalles que hacen de esta fiesta terminada. Tampoco tengo intenciones de describir a los demás presentes, así que me embarcaré simplemente en el seguimiento de William y Diana. Los dos amantes, farfullando por el éxtasis, ahora mismo salen de la casa y se van corriendo, casi sonrientes, casi entregados al mareo, hacia los algarrobos que están custodiados por una fila de lantana mediana. Ambos saltan el arbusto y, viéndose resguardados por los árboles, que con sus murmullos frescos denotan la frágil soledad del ambiente, se sientan en el césped para reposar de la carrera.

Se ven de nuevo. Tienen un alfiler lúdico dibujándoles cosquillas en el abdomen, disfrutan del rostro conocido y agradable que está al frente. Conversan sobre diversos temas, luego discuten parte del pasado, para después, con ademanes de curiosidad, viajar al futuro con la misma intensidad pueril de la danza que dejaron a medio terminar. Se sienten dueños, poseedores de este momento, de los años que transcurren en una fantasía que es tan palpable como las manos que se rozan ahora. Las palmas asumen la cálidez suscitada por los anhelos y los dedos encajan a la perfección.

Les pediría que me enseñaran a amar así, a querer así. Sé cómo inicia, sé cómo termina. Pero no puedo ni quiero interrumpir ese beso, uno suave y tímido, dulce y casi fugaz, pero que queda en la eternidad con distintos ropajes. A veces se viste de gala, otros días de luto; quizás ha sido el dolor el que se ha acentuado en el cuadrado del calendario que me pertenece. Con todo, en esta noche nublada y azul, sublime y oscura de los años ochenta, esta nostalgia viva e insoluble en mis andares continúa viviendo, al sonar la canción favorita de William y Diana, esa canción que les gustaba bailar.

Mientras caminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora