El único poste de la calle Manrique, vestido casi a los pies de afiches medio arañados, un poco húmedos, advirtiendo empleos, buscando perros, anhelando personas desaparecidas, empujaba a la oscuridad limeña con su luz naranja, de matices desérticos y tristes. Había observado, desde su colocación en el régimen de Alvarado, dos generaciones de familias variadas, jorobadas y derrotadas por el trajín matutino de ventas de legumbres, taxis y trabajos no poco habituados a una actitud mecánica.
Las casas, que eran cuatro, ya descansaban, acostumbradas al naranja del vidrio de sus ventanas, a los ladridos irregulares y cadenciosos de algún perro de impetuosa disposición, observando el caer ligero y ágil de un gato, cuando en aquel poste, abolengo querido más por sus pretensiones políticas que por alguna charla congénere, se posaba una mano sucia e indecisa de un borracho tambaleante, que no tenía reparos en vomitar sobre el suelo de terracería.
Aquél poste lo observó todo, en aquella noche naranja y fría de Lima, desesperanzada y suspirante; un suspiro sin espectador, que nace y muere en una almohada azul, percudida de sueños anodinos. La mirada, rojiza, vedada de algunos soles más por una labor que retribuye al incendio silencioso de los engranajes que giran y giran, derritiéndose. Una lágrima, nimia pero cargada de truenos vaticinios, se erguía en cada noche junto a su luz, y él lo veía, él lo sabía. Eran orilla y sobre aquel alumbrado se aglomeraba, gota a gota, un mar de pensamientos, de pesimismos interrumpidos por la llave que no encaja bien, por los gritos ofensivos, por robos o un casi sólido deseo de morir.
El borracho caminaba vacilante hacia su casa, desnudo de toda ansiedad, de toda pulcritud; rebuscaba en su chaqueta marrón una llave para entrar a su hogar. Venía de la avenida Zeguilla, donde, junto a otros alcohólicos, se tiraban cerca de un basural para dejar vacía la botella "Pilsen" y llorar, reír o discutir en las subidas y bajadas emocionales de una percepción totalmente alterada. Durante el camino, se había caído un par de veces y se notaba la suciedad en su cabello negro y grasoso, en sus zapatos raspados y en una pequeña herida en la mejilla izquierda; se delataba, a la luz del farol.
Se había entregado al mareo perpetuo desde que, con el peso del cajón y el ancla que pendía de su corazón a la piel pálida de su difunta esposa, sabía que su futuro ya estaba caducado. Odió los automóviles, las luces rojas y verdes, y chillaba en el amarillo. Dejaba su mirada absorta, perdida en cada familia transeúnte que se divertía por las calles de San Miguel, y se dejaba llevar por las corrientes traumatizadas de su memoria en los pasajes casi borrosos en los que hablaba de tener hijos con Maribel. Sabía que no quería ser entendido; procuraba razones para comprender el azar, la tragedia y un deseo de soledad que lo excluía hasta a él mismo.
Intentó abrir la puerta, la cual tenía un bonito enrejado de metal con formas circulares; detrás de aquel había una ventana gruesa de vidrio y telas colgadas en sus enganches de plástico. El borracho, ante la imposibilidad de abrirla, la golpeó a la vez que profería insultos al aire. La luz del poste no llegaba hasta la cerradura, puesto que, por encima del umbral, había un pequeño techo de calamina gris que dejaba una sombra recta en los lados verticales y semicírculos en los horizontales. El estruendo levantó a los vecinos, perros y sobretodo a la hermana del ebrio, la cual, harta de su vida bohemia, de su desmesurada actitud, bajó de su habitación henchida de furia hacia su hermano.
—Abre conchetumare —decía el borracho.
—¿Por qué gritas? ¿Qué tienes? —decía su hermana, alterada, a la vez que sostenía una escoba—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir así?
—Quiero entrar a mi cuarto —dijo el borracho, más apaciguado al ver las intenciones de su hermana.
—¿Cuántos años tienes? ¿Vas a seguir así toda tu vida? ¿Acaso a Maribel le hubiera gustado verte apestando de alcohol?
La hermana del borracho hablaba con notable rapidez, desbordando furia e indignación, y sintiendo, aunque en menor medida, vergüenza al notar que los vecinos habían encendido sus luces para observar la escena que se desenvolvía a las tres de la mañana cerca del poste. Por otro lado, el ebrio había quebrado en llanto al oír el nombre de su esposa, abrazaba las piernas de su hermana sollozando, enternecido por su propia desgracia, por no entender su inherente aflicción. Los perros callaron, casi como respetando la tristeza crónica de aquel desdichado hombre. Las estrellas, que rara vez se notaban en los cielos nublados de aquella urbe, tiritaban, inocentes, vividas, sufragando los lamentos que parecían impregnarse con el ir y venir de algunos autos por la avenida cercana.
Las luces se apagaron, el teatro bajó el telón y los actores, así como el público, se habían retirado. Nada caminaba, nada se movía en aquella calle; solo estaba ahí, en la soledad, dejando su luz naranja, el poste.
Uno de los vecinos, el cual había sido espectador, caminaba hacia su cama. Se golpeaba con algunos objetos en el suelo; no estaba habituado a caminar a oscuras. Cuando llegó a su lecho, soñoliento, casi tirándose en el colchón, su esposa, que estaba descansando, se despertó y se acurrucó al lado de su marido.
— ¿Qué pasó afuera? — preguntó Alicia.
— Nada importante, el borracho de nuevo, haciendo escándalo — dijo Luis.
— Qué terrible, siento mucha lástima por él, parece que nunca cambiará.
— Sí, es verdad — dijo Luis, cubriéndose con la frazada — parece que lo mejor que le puede pasar a ese hombre es morir.
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Mientras camino
Storie brevi¿Te gustan los cuentos o los relatos cortos? ¿Deseas adentrarte en historias entretenidas? Entonces este conjunto de cuentos es para ti.