26. Matt

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Me maldije a mí mismo por haberla tratado de esa manera. El brillo había desaparecido de sus ojos en cuanto me había acercado a ella y su reacción al sujetarla por el brazo la llevaba grabada a fuego en la retina.
¿De verdad se pensaba que iba a pegarle?

Hacía años que no entraba en esa habitación. Ver a Billie allí, rodeada de todas las cosas que años atrás habían sido de mi hermana, me había revuelto por dentro. La foto, el castillo, el dibujo... habían despertado en mí sensaciones que creía dormidas.

— ¡Matt! —oí que gritó detrás de mí.

Cerré la puerta de un golpe seco y eché a andar a dónde fuera que me llevasen mis pasos.

Las cicatrices me quemaban. Los resaltes de mi piel, ahora rosados después de tanto tiempo, reclamaban mi atención, me exigían que los mirara, que volviera a sentir todo lo que estaba intentando dejar atrás. Y ahí estaban. Repasé cada marca con la mirada, recorriendo mi antebrazo. Cómo dolían.
No podía caer otra vez, tenía que ser fuerte, no podía traicionarme.

Seguí andando, cada vez más rápido. El cielo estaba oscureciendo, una brisa gélida se paseaba por el ambiente, calándose en mis huesos. Apenas había gente en la calle y por suerte nadie reparó en mí.
El corazón me golpeaba el pecho hasta hacerme daño, lo veía todo nublado por las lágrimas que estaba intentado contener. No podía destrozarme, no ahora después de casi tres años.
Mi garganta estaba completamente cerrada, ejerciendo una presión en mi cuello que mantenía tensa mi mandíbula.

—Joven... ¿Estás bien?

Levanté la cabeza y me zafé de su agarre con un brusco movimiento del brazo, la mujer mayor se separó de mí como si quemara, sorprendida. Me dedicó una mirada jurídica por encima del hombro y siguió avanzando por el camino arenoso del parque hasta desaparecer de mi vista.

— ¡JODEEER!

No había nadie a mi alrededor, la única luz la emitían las farolas que bordeaban el amplio sendero y millones de insectos se acercaban a ellas atraídas por la iluminación. Hacía un frío terrible pero no lo sentía tan profundo porque mi organismo estaba tan alterado que contrarrestaba la temperatura invernal.

Me arrepentí de lo que estaba haciendo en el mismo instante en el que una pequeña gota de sangre asomó por mi piel, recorrió mis dedos desde su origen y cayó al suelo, dejando un pequeño círculo escarlata sobre la arenilla. El tronco que recibía los golpes obviamente no se movía, en su lugar mis nudillos volvían a estar abiertos, irritados, raspados y ensangrentados.
La única vía de desahogo que había encontrado útil había sido esa, destrozarlo todo, aunque en el fondo tenía claro quién salía peor parado, sólo había que verme.

Las carcajadas de mi hermana aquella tarde, antes de que todo ocurriese, ocupaban una pequeña parte en mi cerebro, como un cajón de los recuerdos que te obligas a cerrar y años más tarde te decides a abrirlo y rememorarlo todo. El problema era que mi cajón nunca había llegado a cerrar del todo. Tenía grietas, muchas grietas por las que escapaban todos estos recuerdos y se perdían por mi mente, siguiendo trayectorias completamente opuestas, análogas... Pero todas llegaban a su fin en el mismo punto: heridas, malestar, sangre, ira, violencia, daño... y todas las que podríamos englobar en esa mezcla devastadora.
Había llegado a la conclusión de que de esa forma no dañaba a los demás, era algo mío, algo propio.

Mi móvil comenzó a vibrar y un nombre apareció en la pantalla, el último que quería haber visto. No la merecía, ella era demasiado buena para mí.
Entre lágrimas y sollozos pude volver a sentir esa mirada de pánico.
Había sido un gilipollas.
Había actuado por impulso sin tenerla en cuenta, no podía soportar el hecho de provocarle miedo, que se encogiera ante mi presencia, que temblara a causa de mi contacto.

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