Capítulo 4: Ethan

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Una sala rectangular, dividida en diversos cubículos por medio de unas cortinas verdes. Cada uno contiene una cama, un armario y un par de sillas para invitados, todo cubierto por ese olor a limpieza y desinfectante que identifica al lugar como un centro médico.

Llevo tumbado, y amarrado, a una de las camas varias horas, a ratos consiente y a ratos no, pero siempre llorando de dolor. Quien quiera que me haya traído a este sitio se ha tomado la molestia de quitarme las gafas, y con ese inocente gesto ha convertido a esta habitación en una cámara de torturas.

Cada vez que abro los ojos me encuentro con una excesiva iluminación, tan brillante que hasta con cristales para protegerme hubiera pasado un mal rato. En cuestión de segundos un sinfín de colores se agolpan en mi campo de visión, y cuando lo hacen empieza el verdadero tormento. Punzadas en la cabeza, náuseas, desvanecimientos... todos causados por el maldito fluorescente que tengo encima, ese que puede atravesar mis párpados con su luz, o despertarme a causa del dolor, como acaba de hacer. Solo quiero gritar hasta que este sufrimiento acabe pero algo me frena antes de que pueda chillar, algo que no estaba antes de perder el conocimiento...

— ¿Has visto sus ojos?—pregunta alguien a escasos metros de mi—.Eran negros, James, la pupila y el iris se confundían. ¿Qué son estos críos?

— ¿Cómo quieres que lo sepa George?—responde otra voz, mucho más cansada—. El único que puede contestarte es el chico así que por qué no se lo preguntas.

Sin necesidad de abrir los ojos sé que todas las miradas están puestas en mí. En todo lo que llevo aquí son las primeras personas que escucho, no digamos ya que me prestan atención, y, aunque eso debería haberme parecido sospechoso, llegados a este punto solo me importa que puedan sacarme de este infierno.

—Mis gafas—mascullo ignorando las punzadas que siento tras mi ojos—. Quiero mis gafas.

Durante varios segundos la calma reina en la habitación. Agudizando mis sentidos puedo decir que los dos hombres se mueven. Quizás gesticulen, quizás no. Da igual pues cada vez me siento más mareado. Algo me dice que, a este paso, no tararé en volver a perder el conocimiento y, aunque la idea me aterra, no tengo de que preocuparme. A penas instantes después siento unas manos sobre mi cabeza, colocándome las gafas en un pequeño gesto que alivia mi malestar de forma casi automática. Con los cristales frente a mis ojos levanto los parpados y, aunque tardo un poco en enfocar, lloro de felicidad al ver que los colores han desaparecido. La cabeza aún me duele pero la diferencia es abismal, tanta que hasta he recordado la herida de mi vientre, esa que para mi sorpresa, encuentro perfectamente vendada.

—Muy bien, chico, te hemos dado lo que has pedido, —dice el hombre de voz cansada, James, tensándome cual largo soy. El tono de su voz demuestra que está confuso pero por algún motivo decide obviar mi extraña petición y continuar con su trabajo—, así que ahora te toca responder a nuestras preguntas.

Con esa frase mi felicidad se desvanece, dejando tras de sí el escepticismo que caracteriza a cualquier habitante de la Londres Inferior. Antes, mientras agonizaba, no podía pensar en nada a parte del dolor, pero ahora que este ha disminuido todo lo que mi mente ha apartado llega de golpe, con fuerza, empezando por el hecho de que estoy en territorio enemigo.

Girando la cabeza dedico un momento a observar a mis captores. El que ha hablado, James, parece ser quien lleva la voz cantante por lo que me fijo primero en él. Es mayor de lo que pensaba, rondando los cuarenta y tantos. Su pelo castaño comienza a teñirse de blanco, e incluso en su barba puedo ver alguna que otra cana. Aun así los años han sido clementes con él, como prueba su corpulenta aunque atlética constitución. No tiene nada que envidiar a su compañero, un chico tan joven que bien podría decirse que es su hijo, a pesar del escaso parecido. Con el pelo rubio y su cara de niño el chico es lo contrario a su superior. Lo único que parecen compartir es el trabajo, y bueno, sus ojos. Los de ambos son de un azul profundo que me recuerda a los de Mamá, con la diferencia de que en los de ella siempre he visto ternura, y estos hombres trasmiten hostilidad y curiosidad a partes iguales.

Más allá de la brumaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora