VI.

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Aegon caminaba junto a su madre, por las concurridas calles de Desembarco del Rey.

Habían salido para realizar obras de caridad, un gesto que siempre había traído una sensación de propósito y calma a Aegon. La bulliciosa vida del pueblo, con su mezcla de olores, sonidos y colores, siempre le había resultado fascinante.

Desembarco del Rey, la capital de los Siete Reinos, era una ciudad vibrante y llena de vida.

Las calles estaban abarrotadas de gente: comerciantes pregonando sus productos, niños corriendo y jugando, y nobles paseando con sus sirvientes.

Los puestos de los mercaderes ofrecían una gran variedad de productos, desde frutas frescas y verduras hasta joyas y telas exóticas. El aire estaba impregnado de una mezcla de aromas: el olor a pan recién horneado, especias exóticas, y el inconfundible aroma a sal del cercano mar.

Los edificios de la ciudad eran una mezcla ecléctica de arquitectura.

Las casas de los comerciantes, hechas de madera y piedra, se alineaban junto a las tiendas y tabernas, cada una con su propia personalidad y encanto.

Las calles serpenteantes estaban pavimentadas con adoquines desgastados por el paso de los años, y en algunas zonas, se abrían a plazas llenas de actividad y vida.

En el corazón de la ciudad se elevaba la imponente Fortaleza Roja, un recordatorio constante del poder y la autoridad de la casa Targaryen.

Sus altas torres y gruesos muros de piedra dominaban el horizonte, visibles desde casi cualquier punto de la ciudad. Desde allí, la vista de la ciudad era impresionante: un laberinto de calles y edificios que se extendían hasta el puerto, donde los barcos de todo el mundo llegaban para comerciar.

Aegon y Alicent se movían con gracia entre la multitud, saludando a los ciudadanos y ofreciendo palabras amables y monedas a los necesitados.

La reina llevaba consigo una bolsa llena de pan y dragones de oro, que repartía con generosidad.

Aegon, por su parte, ofrecía su ayuda donde podía, sosteniendo a los niños pequeños y consolando a aquellos que lo necesitaban.

A medida que avanzaban por las calles,

Aegon observaba con atención las expresiones de las personas a su alrededor. Había una mezcla de esperanza y desesperación en sus rostros, una dualidad que siempre lo había intrigado.

Los niños reían y jugaban, ajenos a las dificultades, mientras los adultos llevaban las marcas del trabajo duro y las luchas diarias.

La reina Alicent se detuvo frente a una pequeña casa donde una mujer mayor se encontraba sentada en el umbral, con una expresión de agradecimiento cuando la reina le ofreció pan y monedas.

Aegon la observó con una sonrisa, sintiendo una profunda satisfacción al ver cómo un simple gesto podía traer tanta alegría.

–Desembarco del Rey es un lugar de contrastes –murmuró Alicent a su hijo mientras continuaban su camino–. Pero cada acto de bondad, por pequeño que sea, puede hacer una gran diferencia.

Aegon asintió, asimilando las palabras de su madre mientras caminaban entre los guardias que los escoltaban. De repente, un tumulto rompió la tranquilidad del momento.

Gritos y el sonido de una pelea resonaron por las estrechas calles del pueblo.

Antes de que pudiera reaccionar, Aegon se vio separado de golpe de su madre por un atacante que había surgido de la multitud.

El impacto lo hizo tambalearse, y por un momento, sus ojos se encontraron con los del agresor. Había algo en su mirada que le resultaba vagamente familiar, pero no tuvo tiempo para pensar más en ello.

El atacante, con una precisión brutal, lanzó un golpe directo al vientre de Aegon.

El dolor fue instantáneo y abrumador.

Aegon cayó al suelo, llevándose las manos al estómago en un intento instintivo de proteger a su bebé.

Los guardias reaccionaron de inmediato, arremetiendo contra el agresor y protegiendo a la reina Alicent.

Alicent gritó el nombre de su hijo, su rostro pálido por el horror y el miedo.

Los guardias rápidamente rodearon a Aegon, apartando al atacante y formando un escudo humano a su alrededor.

Aegon apenas podía respirar del dolor que lo invadía, cada latido de su corazón amplificando la agonía en su vientre.

Sentía una mezcla de pánico y desesperación, sus pensamientos enfocados en el bebé que llevaba dentro.

A través de la neblina de dolor, escuchó la voz angustiada de su madre y el alboroto de los guardias intentando asegurar la zona.

–¡Aegon! –gritó Alicent, arrodillándose a su lado, sus manos temblorosas acariciando el rostro de su hijo–. ¡Aegon, aguanta!

Los guardias lograron reducir al atacante, pero el daño ya estaba hecho. Aegon miró a su madre, sus ojos llenos de lágrimas y dolor, mientras su mundo comenzaba a desvanecerse.

–Madre... el bebé... –murmuró, su voz apenas un susurro.

Alicent, con lágrimas en los ojos, sostuvo a su hijo con fuerza, rogando en silencio por su seguridad y la del niño que llevaba dentro.

Aegon gimió de dolor mientras se aferraba al vientre, sintiendo cómo la vida dentro de él se tambaleaba.

El dolor se intensificaba con cada segundo, y pronto notó una sensación húmeda y cálida entre sus piernas.

Miró hacia abajo y vio, con horror, la sangre empapando su ropa y corriendo por sus muslos.

–No... no, por favor... –murmuró, sus ojos llenos de terror y desesperación.

Alicent, al ver la sangre, se puso aún más pálida.

Su corazón se rompía al ver a su hijo en tal estado, y su instinto materno la empujó a actuar rápidamente.

–¡Ayuda! –gritó Alicent, dirigiéndose a los guardias y sirvientes que los rodeaban–. ¡Rápido, traigan al maestre, necesitamos ayuda inmediata!

Los guardias se apresuraron a obedecer, enviando a uno de ellos corriendo hacia la Fortaleza Roja para traer al maestre. Mientras tanto, otros levantaron a Aegon con cuidado, intentando no agravar más su condición.

Aegon sintió cómo el mundo se volvía borroso a su alrededor.

El dolor, la pérdida de sangre y el miedo se mezclaban en una neblina que amenazaba con desmayarlo.

Se aferró a la mano de su madre con toda la fuerza que le quedaba, buscando consuelo en su presencia.

–Madre... mi bebé... –susurró de nuevo, las lágrimas corriendo por sus mejillas.

Alicent le apretó la mano, sus propios ojos llenos de lágrimas.

–Aegon, aguanta, por favor. El maestre llegará pronto. Vamos a salvarte a ti y al bebé –dijo con firmeza, aunque su voz temblaba por el miedo y la angustia.

Los guardias y sirvientes los llevaron de vuelta a la Fortaleza Roja lo más rápido posible.

Cada segundo contaba, y cada movimiento debía ser preciso para no empeorar la situación.

Aegon sentía cómo la conciencia comenzaba a abandonarlo, el dolor era insoportable y la pérdida de sangre lo debilitaba rápidamente.

Finalmente, llegaron a la Fortaleza Roja, donde el maestre ya los esperaba, alertado por el guardia. Sin perder un segundo, el maestre se puso a trabajar, ordenando a los sirvientes que prepararan todo lo necesario para tratar a Aegon.

Alicent se mantuvo a su lado, sin soltar su mano, mientras el maestre y sus asistentes se apresuraban a estabilizar a Aegon.

"La bestia Velaryon"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora