34. Matt

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Como cualquier sábado, el centro comercial estaba a rebosar de gente, suerte que yo ya tenía claro a dónde ir y no tardamos demasiado.

— ¿Te gustan los recreativos?

—Em...

—Dime por favor que has jugado alguna vez.

—Em... ¿no?

—No me lo puedo creer.

Hice un gesto como si me desmayara y a continuación le pasé mi brazo por los hombros y la arrastré conmigo hasta el local en cuestión.

Era el salón de recreativos más grande que conocía, solía venir a menudo con mis amigos, pero hoy era diferente, más especial. Compré unas cuantas fichas y dispusimos de todas las máquinas a nuestro antojo, además de una barra con bebidas ilimitadas, un paraíso.

Esquivamos a la gran cantidad de gente que había alrededor y rápidamente le coloqué sobre la cabeza las gafas de realidad virtual.

—Me parece increíble que nunca hayas probado esto...

Billie asomó una sonrisa y sus mejillas se sonrojaron, di gracias porque llevara puestas las gafas y no pudiese verme...

— ¡Aaaa! —chilló asustada cuando uno de los extraterrestres se apareció ante ella.

Yo, que observaba la partida en la pantalla, me desternillé efusivamente con cada uno de sus sustos y movimientos, mientras ella intentaba disparar a cada mutante con las pistolas.
Di un repaso a toda la estancia, decidiendo qué juego probaríamos después. Estaba entre la canasta de baloncesto o el airhockey cuando me llamó la atención una máquina en particular, una que nunca había probado. Dejé a Billie entretenida con su matanza de zombis y me acerqué.

— ¿Cuánto es? —le pregunté al hombre que recogía las entradas.

—Una ficha por cada tirada.

Pan comido.

La máquina estaba llena de peluches, cada cual más raro, pero supuse que a Billie podría gustarle alguno.
La primera tirada fue un total fracaso, estoy seguro de que el gancho estaba trucado porque no era posible que soltase al gato despeluchado justo en el aire. Lo mismo ocurrió con la segunda oportunidad, y la tercera... Para la cuarta opté por el perro salchicha, suponiendo que el lomo larguirucho sería un blanco fácil, y de nuevo la estúpida máquina me la jugó.
Golpeé el cristal de esta mientras juraba en arameo y el dueño parecía estar pasándoselo genial a mi costa.

— ¿Cuánto por ese de ahí? —señalé el peluche en cuestión y clavé la mirada en el hombre fornido de apariencia un tanto descuidada.

—Veinte dólares.

— ¿¡Veinte!? —protesté y saqué la cartera de mi bolsillo.

—Te lo dejo a diez, pero porque me has caído bien.

Sonreí fríamente mientras le tendía el billete y con un simple giro de llave, el hombre abrió la máquina y me concedió el perro larguirucho que le había pedido.
La verdad que era todavía más feo en persona.

Volví junto a Billie, que justo acababa de terminar la partida y estaba peleándose con las gafas, buscando la manera de sacárselas.

—Yo te ayudo. —espeté y dio un respingo, asustada.

Ambos reímos y yo la liberé de las aparatosas gafas con una mano, mientras la otra la mantenía oculta tras mi espalda, sosteniendo el bicho de algodón.

— ¡Ha sido una pasada! —exclamó emocionada con la mirada llena de luz.

Me hizo sentir tan bien el hecho de haber sido yo el causante de tanta felicidad que me perdí observándola sin ser consciente.

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