HACE 6 AÑOS
Riquewihr era un pequeño pueblo cuyas casas robaban todas las
miradas de los visitantes e incluso de los pueblos vecinos. Esto no era
de esperar, ya que por un lado, eran tan coloridas como el arcoiris que
las personas echaban de menos observar por los desajustes
ambientales causados por el cambio climático, que provocaban
durante todos los meses grandes sequías y escasas lluvias que cuando
caían, se pasaban a tormentas. Y por el otro lado, porque mantenían
sus pintorescos aires medievales. El pueblo situado en la región de
Alsacia, en Francia, era la maravilla personificada, pues a pesar de los
años, luchaba como todos y resistía como nadie. Aunque hubieran
pasado siglos desde el origen del pueblo, este seguía tan bonito como
siempre, porque esa era la clave: luchar contra las adversidades y no
rendirse nunca, porque si te rendías, ya no quedaba nada.
Ese era mi pueblo, mi hogar, el lugar al que mis padres se habían
trasladado hace años, intentando huir de la contaminación de las
grandes ciudades. El lugar en el que unos humildes cimientos, puestos
con sudor y lágrimas, descansaban sobre los verdes campos, al lado
de los huertos de mis padres, donde día a día se ganaban la vida,
donde día a día yo aprendía para poder ganarme la vida en el futuro.
Esa era mi casa, mi hogar, el hogar de una familia de clase media en
una época en la que la clase media tenía menos de media y más de
baja. Una época en la que el cambio climático y los problemas
medioambientales eran muy visibles y ya no tenían solución. Una
época en la que los ciudadanos pagaban impuestos, pero no podían
acceder a ningún servicio sin pagar de nuevo.
Yo sabía lo que era la educación, pero no sabía lo que era ir cada día a
clase y encontrarte con tus amigos; yo sabía lo que era la sanidad,
pero no sabía lo que era esperar insufribles horas en una silla para que
te atendieran; yo sabía lo que eran los amigos, pero no sabía lo era
tener uno.
Y aún así, con mis casi once años, mis únicos aprendizajes de lectura,
escritura y algo de botánica aprendido de mis padres y algún que otro
libro que conservaban en la casa, sin amigos y levantándome cada día
para ayudar a mis padres a trabajar la tierra, yo era feliz, hasta que
llegó aquella mañana del cinco de mayo en la que todo cambió.
—No las riegues mucho, debe ser más frecuente —me decía mi padre.
Las hojas verdes con tonos rojos fuertes de la remolacha sobresalían
por encima de la tierra, mostrando la recompensa del arduo trabajo.
—Bueno, por aquí ya es suficiente —anunció mi padre—. Luego
volvemos y le damos otro poco de agua.
Cuando me aproximé a coger la regadera y las herramientas para
guardarlas, surgieron a lo lejos furgonetas que parecían acercarse a
nosotros. Vi a mi padre y a mi madre tensarse y yo sin entender qué
era lo que les asustaba, me quedé estática junto a ellos mirando como
se acercaban a nosotros. Nunca olvidaré esas furgonetas de colores
verde y gris apagado, aparcadas en los bellos campos, aplastando toda
la hierba y las pequeñas y vulnerables florecillas, en vez de estar
aparcados en la carretera. Tampoco olvidaré todo el humo que
soltaron, haciéndonos toser a mi padre, mi madre y a mí. Ni olvidaré
tampoco las caras y las palabras de aquellos dos individuos que
vinieron a nuestro encuentro, y que marcarían un antes y un después
en mi vida.
—Señor Belmont, señora Castillo —comenzó a decir el hombre que
salió de la furgoneta.
—Déjate de florituras y a lo que hemos venido —le dijo con voz
hostil la mujer que le acompañaba y que había salido de otra de las
furgonetas.
Tanto el hombre como la mujer iban vestidos de negro
completamente, y con lo que parecían pistolas en los cinturones. Sus
caras no eran muy amables y las sonrisas que ponían comenzaban a
preocuparme y a hacerme pensar que no eran de felicidad ni ilusión,
sino que en esas sonrisas se notaba algo de malicia. Comencé a
sentirme tan asustada como lo estaban mis padres.
—No me digas lo que tengo que hacer —le gritó el hombre con el
ceño fruncido.
—¿Estás seguro de qué quieres decirme eso? —le respondió
intimidante.
—No no, cariño.—Llevaré yo la iniciativa —Se adelantó la mujer, empujando a su
compañero atrás.
Poco después, maldeciríamos no haber aprovechado aquella
conversación entre ellos para huir, para correr lejos. Pero el miedo nos
paralizó, nubló nuestros cerebros y cuando quisimos huir, ya no
pudimos; era demasiado tarde.
—La niña se viene con nosotros —nos sentenció la mujer
ariscamente.
—¿Perdón? —se le escapó a mi madre, que se tapó la boca nada más
decirlo ante las facciones de la mujer.
A la mujer se le escapó una risa.
—Podemos hacer esto a las buenas o a las malas. Te recomiendo a las
buenas si no quieres ver tu cabeza reventada por una bala.
—Pero es nuestra hija, no tenéis derecho a llevarosla. ¿Quiénes sois
para tener el derecho de hacerlo? —les encaró mi padre
protegiéndome con su cuerpo—. No podéis.
—¿Y quién nos lo va a impedir? —volvió a sonar la risa de la mujer
en mi cabeza.
—Las leyes, los derechos, la justicia democrática.
—Los presidentes y concejales se han ido. Han huido como cobardes
por los ataques de Los Rebeldes. El gobierno y la democracia son
cosa del pasado. Podría matarte y no iría a la cárcel.Los ojos de mi padre y de mi madre se abrieron como platos, mientras
que yo me limité a mirarlos sin comprender ni una sola palabra.
Tendrían que pasar años para que me diera cuenta de la situación que
el mundo entero había estado pasando una o dos semanas atrás de
aquel día.
—Ya lo he dicho y no lo diré más veces, hay dos maneras, a las
buenas y a las malas. Vosotros sabréis cuál os conviene —repitió la
mujer con el mismo tono de antes.
—Joder, se acabó el perder tiempo —Se impacientó el hombre, que
caminó hacia nosotros, apartó a mi padre y me cogió del brazo
bruscamente, haciéndome daño.
—¡Suéltala! —Se abalanzó mi padre. Nunca lo había visto así de
enfadado.
—¡No se te ocurra ponerle las manos a mi marido o te vuelo los
sesos! —Le apuntó la mujer a su cabeza.
Mi padre se alejó ligeramente, levantando las manos mientras decía :
—Tranquila, tranquila.
—Pero, ¿quiénes sois? —preguntó mi madre con un tono
desagradable.
—¿Seguro que quieres usar ese tono? —preguntó la mujer sin soltar
la pistola—. Yo no lo haría, mira a quien apunta esta bonita.A mi madre el pecho le subía y bajaba frenéticamente de la
respiración y la rabia que debía sentir. A mi padre le pasaba lo mismo,
más bien por miedo, posiblemente. Mi madre no quiso darse por
vencida, pero decidió callarse para evitar males mayores.
—No estamos en posición de preguntar —le dijo mi padre a mi madre
cogiéndole la mano, a lo que ella contestó suspirando.
—Eso, eso. Relaja a tu mujer —dijo la mujer, y aunque mi madre
quería abalanzarse a ella, se contuvo.
El hombre aprovechó para tirarme al suelo del lado de la mujer, quien
me obligó a levantarme rápido, agarrándome de mi camiseta sin dejar
de apuntar a mi padre con la pistola. Solté un quejido involuntario,
pero en realidad, no me dolía tanto la caída ni el agarre de la mujer.
Daban igual las heridas y los hematomas; no los sentía. En ese
momento, solo me importaba qué pasaría con mis padres y mi vida
del futuro.
¿Me matarían? ¿Todo acabaría aquí?
Entonces mi futuro ya no existía. Entonces mi vida ya estaba perdida.
Pero, no fue eso lo que ocurrió.
El hombre se volvió a acercar a mí, sacó algo de su chaqueta, largo,
afilado, puntiagudo, unido a un bote con un líquido algo turbio.
«Una aguja».
Intenté soltarme, pero no pude, y antes de que pudiera empezar a
patalear y golpearlos, el hombre me clavó la aguja en el brazo.Vi a
mis padres tensarse mucho más, pero no dijeron nada, por el miedo
supuse. Sensaciones de náuseas y mareos comenzaron a invadir todas
mis entrañas, los colores y las formas que veía se juntaron ante mi
mirada, incapacitándome ver mi alrededor. Mis pies y el suelo
empezaron a temblar.
Lo que estaba sintiendo no era normal. Las veces que me habían
pinchado con una aguja habían sido para ponerme alguna vacuna
cuando era más joven, y no se sentía lo que estaba sintiendo en ese
preciso instante. Claro que, esto no sería una vacuna, teniendo en
cuenta que las vacunas costaban un dineral y el comportamiento de
aquellas personas, que no parecían venir con buenas intenciones.
Caí contra el suelo, apretando los puños y aguantando el dolor de
cabeza y las punzadas que acechaban en mi frente, hasta que
finalmente, no pude ver nada, ni oír nada, ni sentir nada. Ni el sol ni la
cálida brisa. Ni la fresca hierba. Nada.
Aquel cinco de mayo a las once de la mañana todo se había apagado.
Cuando abrí los ojos, ya no estaba en mi casa con mis padres.
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VALQUIRIAS: El brillo Prometedor De Los Claveles
FantasíaTras desvelar la segunda parte de una profecía más famosa y secreta a la vez, Daila, una escribiente poco experimentada, emprende un viaje en busca de la esencia del equilibrio, un artefacto que parece ser la solución para ganar la guerra contra la...