El rayo de sol baña la recién caída capa de nieve, haciendo que esta fulgure ambarina cuando miro por la ventana. El valle silencioso despedaza lentamente con el primer trino del gorrión alpino, aunque yo llevo ya un tiempo despierta. La hondonada, apenas visible a través del ventanuco de mi habitación, se había transformado en los primeros meses de este año de 1610 de nuestro señor, emblanqueciendo con la nieve tardía las laderas de las montañas; así como también había cambiado el tiempo, pasando de fuertes ventiscas a suaves nevadas en cuestión de unas pocas semanas. El resultado eran suaves declives algodonados de nieve que cubrían cual manto todo escollo: árboles, cercas, y caminos quedaban sepultados bajo varias capas cristalizadas.
Tengo que luchar con la puerta de la calle para poder salir, cuyos goznes oxidados habían sido parcialmente congelados. Resurjo de la casa bien protegida dentro de mi capa de piel, y pertrechada con mis viejos mitones y una pala en la mano, dispuesta a redescubrir la entrada de piedra que da acceso a nuestra choza. El frío de la mañana me azota al instante la cara, pero sólo levanto un poco más el pañuelo anudado alrededor del cuello. Con decisión, comienzo a dar paletadas rápidas y metódicas, una partitura que ya había cantando por varios meses y que me conocía de memoria.
En cuanto termino, vuelvo dentro de la casa y azuzo el fuego de la chimenea abierta que se encuentra en un lateral de nuestro modesto hogar. La primera planta hace también de cocina, dispensario y sala de tratamiento en caso de necesidad, y durante el invierno, es también el lugar donde Madre duerme. Las paredes están atestadas de hierbas secas, útiles del fogón y, nuestro bien más preciado, libros, envueltos cada uno en una preciada saya que los proteja de la humedad y las pestes. Y de la vista.
El techo es bajo, por lo que resulta fácil de calentar normalmente, pero nos estamos quedando sin leña y debemos hacer durar la que nos queda hasta la primavera. Podría haber bajado al pueblo a por un poco de carbón, pero no nos sobra el dinero. La mayoría de nuestros visitantes nos pagan en especie y, en invierno, llegar hasta nosotras es más complicado de lo habitual. Cuando una vez le pregunté a Madre sobre por qué no nos mudábamos a la casa que el alcaide había preparado para nosotras en el centro del pueblo, me miró como si estuviera loca.
—Quien lo requiera, vendrá a nosotras —se limitó a decir, dando por zanjada la cuestión.
Y vienen, muchos. Incluso nos visitan gentes de otras poblaciones, gente de la planicie. Había otras curanderas, médicos e incluso barberos errantes, pero mi madre es la partera con menor porcentaje de muertes de todo el territorio, y eso es bien sabido. A pesar de lo que algunos puritanos puedan susurrar bajo los arcos de su iglesia, llamándonos brujas o cosas peores, seguimos teniendo una clientela fiel. Nos traen a sus enfermos arrastrados por carromatos, y a veces incluso vienen a por mi madre, tratando de llevársela a pueblos lejanos. Pero siempre se niega. Dice que este es su hogar, y desea morir en él.
—Imagínate, si la muerte me llegara estando yo fuera de casa. Sería enterrada en tierras templadas, donde la nieve nunca guarda a la primavera. No, no mi sitio está aquí, que vengan ellos.
Madre siente mi movimiento y comienza a murmurar que ponga agua a calentar. Se encuentra junto al fuego, en el jergón que le construí la primavera pasada, cuando al fin aceptó que sus viejos huesos no podrían afrontar el frío de la planta de arriba otro año más. Y eso solo cuando cayó por tercera vez y se torció el tobillo que requirió de una reducción de dos meses. De aquello le había quedado una leve cojera, por lo que debe apoyarse en un bastón que aborrece tanto o más que al padre Mateo.
Coloco nieve dentro de la tetera antes de ponerla a fuego. Abro los últimos tres huevos que nos quedan de la visita de María Rogelia, la mucama de los Villar, y los pongo sobre la sartén. Corto dos rebanadas grandes de pan, a los que froto un poco ajo. Queda algo del queso que me vendió don Juan y miro preocupada cómo nuestra despensa va reduciéndose día a día. Hoy tendré que cazar algo, si no queremos morir de inanición. Y Madre necesita más carne, se está consumiendo.
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El Rincón
RomanceAño 1611 d.C. Mineri vive con su anciana madre en una remota aldea del pirineo aragonés. Es una joven extraña que no encaja en ninguna parte y es evitada por los vecinos. Cuando llega el nuevo sacerdote y comienza a hablar de brujas, la vida de Mine...