No sé quién le ha hecho esto, pero le deseo con todas mis fuerzas el mayor de los infiernos. María tiene toda la cara amoratada, y la nariz desviada. Ni si quiera parece ella misma de lo inflada y oscura que la tiene. Está tumbada en el camastro, aovillada sobre sí misma. Puedo ver más marcas en sus brazos, algunas de color amarillo. Antiguos golpes, en distintas etapas de curación.
«Calma. Calma» dice su voz en mi cabeza, pero no consigo detener mi lengua rabiosa.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
—Mineri —dice ella, tapándose con la sábana, avergonzada de su rostro. Intenta desviar el tema, aplacar mi enfado mientras mira de soslayo a su madre, quien se muestra con el morro fruncido—. ¿Cómo has estado?
—Mejor que tú seguro.
En dos zancadas me pongo a su lado y me arrodillo para evaluarla bien. Le cojo con cuidado los lados de la cara y se la muevo para evaluar todos esos golpes y heridas. Tiene una fina cicatriz, de al menos un mes de antigüedad, que le parte el lateral de la cara en dos. Tuvo que sangrar mucho, y puede que se infectara, aún muestra ciertas partes hinchadas y rojas.
Miro a doña Catalina, y la veo temblar bajo la tonelada de preguntas que me gustaría plantearle. Pero antes de que pueda decir anda, la muy cobarde sale de allí diciendo que traerá agua nueva para la jofaina.
—¿Ha sido tu padre? —siseo yo cuando estamos solas.
—¿Qué? ¡No! Jamás me ha puesto la mano encima.
—Entonces ha sido él —escupo y ella aparta la mirada, incómoda. No necesitamos decir el nombre maldito de su marido.
—Fue mi culpa. No quedaban castañas, no me di cuenta, debí haber recogido más el otoño pasado, pero me despisté, lo olvidé...
—¡Detente! Nada justifica que tu esposo te pegue de esta manera. ¿Pero tú te has visto? Es un malnacido
—No hables así de él —dice ella, con el labio temblándole. No me gusta lo que veo, pero me horroriza aún más que le defienda—. Es un buen hombre. Me pidió perdón, se arrepintió al momento. Ha ido al pueblo a por pescado para mí, para que pueda alimentarme bien por la cuaresma.
—¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Crees que soy una idiota? Estas marcas son de más de una paliza. ¿Cuántas veces te ha pegado? ¿Por qué tu familia no le ha detenido?
—¡Basta! —grita ella, cerrando fuertemente los ojos. Sigue mareada, pero está jadeando y no sé qué es lo que lo provoca. Quizás sea el dolor. Quizás el miedo. O la Vergüenza. En cualquier caso, veo que se calma y se endereza, con el morro fruncido— No voy a discutir mi vida marital, ni contigo ni con nadie.
Me muerdo el labio. Conozco esa mirada. Su mote infantil no se debía en exclusiva al origen latín de su nombre, sino a lo obtusa que era a veces.
—Pero tenemos que hacer algo, hay que decírselo a alguien... —le suplico yo.
—Nadie puede saber esto —me dice ella, levantando la barbilla, sin esquivarme la mirada— Además... ¿de qué serviría? ¿Has oído lo del nuevo cura?
—Sí, tu abuela me lo ha contado.
Ella me coge la mano, con mucha fuerza y busca mis ojos.
—Ten mucho cuidado, Mineri, este no es como el padre Mateo. Beltrán me habló de él: lo han mandado directo desde la capital por algo que hizo allí. Dicen que incendió todo un barrio sefardí por impuro. Y que hizo azotar a una mujer por no ser lo suficientemente recatada en el confesionario. Tiene... ideas. Ideas peligrosas. Te cuidado.
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El Rincón
RomanceAño 1611 d.C. Mineri vive con su anciana madre en una remota aldea del pirineo aragonés. Es una joven extraña que no encaja en ninguna parte y es evitada por los vecinos. Cuando llega el nuevo sacerdote y comienza a hablar de brujas, la vida de Mine...