2. El chico en el Rincón

32 10 88
                                    

Habían pasado dos meses, tres semanas y cuatro días, pero ¿quién los contaba? Aunque había sido un invierno más corto de lo habitual, se me había hecho eterno. Cada vez que pierdo de vista a Manaos, este parece apresurarse para crecer, alejándonos un palmo más cada vez. Y esta vez no sólo ha crecido, también ha madurado, y no puedo dejar de apreciar que la camisa de lino se le marca en lugares que meses atrás no existían.

—Te has tomado tu tiempo —dice él, y me doy cuenta de que su voz es más ronca de lo que recuerdo.

Pego un bufido, pero no puedo dejar de sonreír en mi interior. Llevo muchos días soñando con este momento, manteniendo conversaciones sardónicas en mi imaginación.

En dos zancadas me coloco frente a él, y ahora puedo apreciarle aún mejor. Puede que su cuerpo haya cambiado, pero sus ojos verdes con chispitas doradas siguen ahí, y la sonrisa canalla de medio lado me recibe igual que siempre. Pero mis ojos conocen el mapa de su cara a la perfección, así que lo que llama mi atención en este momento es su pelo oscuro enmarañado, recogido en una cinta raída.

—Te hace falta un corte de pelo —respondo.

—Yo también te he echado de menos.

Y lo dice en serio. Yo también lo he hecho, pero no lo digo, aunque mis labios están tirantes tratando de contener mi alegría. Por toda respuesta, él me ofrece su mano, por encima del riachuelo, sin llegar a pasar. Contengo el aliento, como todas las veces, porque el temor de que esta vez no funcione siempre estará ahí conmigo. Acerco mi mano, y siento el chisporroteo primero, y su tacto después. El aire se electrifica, y los colores se intensifican unos instantes, como el brillo del sol sobre el agua corriente de un río. O como el brillo del fuego sobre una espada recién pulida. De un leve empujón, salto a su lado y él me recibe con los brazos abiertos.

El calor se introduce en mí al mismo tiempo que su olor inunda mis fosas nasales. Llevo semanas sin un lavado en condiciones, y estoy segura de que debo heder, y no a rosas precisamente. Por mucho que haya tratado de asearme para esta ocasión, la verdad es que sería un suicidio tratar de bañarme en la cascada helada de detrás de nuestro hogar, abastecida por la nieve de las montañas. Él, en cambio, siempre huele fresco, como a cedro y lavanda, da igual la época del año en la que estemos.

Estar entre sus brazos es como volver al hogar, como un plato caliente en una noche tormentosa, como el sabor de la primera fresa primaveral. Pero a pesar de ser todo eso y más, solo permito que el abrazo se alargue unos pocos segundos antes de empujarle con firmeza lejos de mí, demasiado consciente de mi misma. Lo lamento por un mísero instante: bajo mi mano, sus músculos son firmes, y admiro lo que el tiempo ha hecho con mi amigo.

—Puedo enseñarte más si quieres —dice él ronroneando, mirando mi mano posada sobre su pecho. Yo me limito a quitarla, sin dejarme tentar por sus palabras.

—¿Cómo es que has crecido tanto? —quise saber yo, más molesta que impresionada.

—¿Y tú porqué estás más delgada? —arremete él, y esta vez sí me sonrojo, porque aunque es cierto, la falta de alimentos en mi hogar no es algo de lo que esté orgullosa. Apenas puedo mantenernos con vida a Madre y a mí, cada invierno se hace más evidente mi ineptitud. Cuando cazo alguna pieza, por pequeña que sea, estoy poniéndonos en riesgo, la caza furtiva está gravemente penada por la ley. Los bosques pertenecen al rey y los guardabosques patrullan más habitualmente de lo que me gustaría. Incluso recoger hierbas podría considerarse robo por alguno de los censores territoriales. Nuestras cuatro cabras apenas dan leche suficiente para hacer unos pocos quesos. Sacrificar alguna sería una desgracia, ya tuvimos que deshacernos de la vieja Blanca el año pasado.

—Tonterías. Yo también he pegado un estirón —intento desviar el tema.

Me siento en el suelo y toco la hierba, encantada. Está seca pero firme y verde, como si en este lado del río fuera primavera. Me quito la capa, los guantes y las botas, y me quedo en enaguas bajo su atenta mirada. Finalmente se sienta a mi lado —demasiado cerca, demasiado lejos— pero comprendo que no soy la única hambrienta.

El RincónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora