La velada ha sido agradable. Preparo la manta sobre el montón de paja que hay junto a mi carro, y me acuesto aún con una sensación de paz profunda que hace que mi mandíbula se destense y cruja libremente.
Con el estómago lleno, las bromas de Tomás, la dulce voz de Sara canturreando mientras friega los trastos y la risa del señor Gerardo retumbando en la pequeña estancia, era como si por fin pudiera sentirme en un hogar. Es tan diferente a nuestra cabaña oscura, a Madre con sus interminables lecciones, al frío y humedad de las montañas y la carencia de víveres... Es por esto que la opción de desposarme con Tomás no me desagrada. Puede que no lo ame de una manera apasionada, pero ganaría una familia amorosa y atenta que se preocupa por mí, de una sola vez. ¿No merecería acaso la pena?
«Y vivirías sin saber lo que es el verdadero amor» susurra él en mi imaginación. Pero esta noche, su voz no es tan fuerte, y mis pensamientos son más prácticos, así que lo acallo con sueños de un posible futuro donde le doy a Tomás cuatro hijos de risa fáciles y mentes veloces.
No habíamos seguido hablando del cura, ni de lo ocurrido en Carnavales. Tampoco de Osita, ni de su marido. Solo hablamos de la vida, de los buhoneros que vendrán al mercado mañana, de Madre y sus achaques. El tiempo durante el invierno se había detenido y al fin volvía a ponerse en marcha. Los primeros campos habían comenzado a deshelarse y los agricultores comenzarían en breve la preparación de la tierra para la cosecha temprana. El mes que viene llegaran los trashumantes con sus rebaños de miles de ovejas a pastar por las planicies de las montañas, un momento clave para el pueblo que se celebra también con grandes festividades. Estas son las únicas a las que solemos bajar Madre y yo, aunque este año no es que me apetezcan mucho.
—La cosa está bastante tensa en las fronteras —había dicho Gerardo, con la nariz y pómulos enrojecidos y la mirada brillante—. Me lo ha dicho el buhonero de Biarritz. Ha intentado engatusarme con no sé qué bebida amarga que toman los nobles del norte, pero es un usurero de tomo y lomo. Ya le he dicho que por aquí no encontrará quien se lo compre.
—¿Guerra?—pregunté yo.
—Dios quiera que no. Pero que algo se está cociendo, seguro. Los malditos hugonotes la han liado gorda y el Santo Padre no va a quedarse quieto. Seguro, seguro.
—Yo creía que los malditos eran los sefardíes —había dicho Tomas. Ay, ese pequeño cerebro mío. Apenas he conseguido enseñarle un par de cosas estos años.
—Esos son unos pobres perros —le había respondido su padre.
Y yo no podía estar más de acuerdo. Había conocidos a algunos judíos conversos en el pasado. Todos tenían el aspecto de haber pasado por un infierno en vida. Nadie los quería. Marchaban de un lugar a otro, con lo poco que podían transportar, tratando de buscar un lugar donde asentarse. Y si por milagro lo conseguían, a los pocos años nuevas leyes o la presión del pueblo harían su estancia imposible y volverían al camino, perdiendo todo de nuevo en el proceso
Aquí tumbada, repaso nuevamente nuestra conversación y no puedo imaginarme abandonando todo lo que he conocido aquí. Sé que delante de Manaos lo he sugerido más de una vez, pero me aterra que él acepte en algún momento. Esta es mi tierra, donde he crecido. Aquí está el bosque que amo, las montañas que me apaciguan, y el Rincón, que lo es todo para mí.
—¿Mineri? —oigo un susurro desde la puerta.
—¿Tomás? ¿Qué pasa?
Le escucho acercarse, sus pasos no titubean al seguir el camino en la oscuridad. La única luz en la estancia es la que se filtra a través de las contraventanas de madera, proveniente de las estrellas.
—Nada, solo quería hablar un poco más. Mañana planeas marcharte tras el mercado ¿verdad? —dice y le siento a mi lado. Le hago sitio en la manta a regañadientes, y ambos nos sentamos, uno al lado del otro. Está realmente enorme. Puedo sentir su calor e instintivamente me acerco un poco a él. El establo está templado debido a la aglomeración de los animales, pero sigue siendo un lugar mucho más frío que mi amigo. Huele a paja, a sudor y miel.
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El Rincón
RomanceAño 1611 d.C. Mineri vive con su anciana madre en una remota aldea del pirineo aragonés. Es una joven extraña que no encaja en ninguna parte y es evitada por los vecinos. Cuando llega el nuevo sacerdote y comienza a hablar de brujas, la vida de Mine...