5. El mozo del establo

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—No te olvides de darle el tónico a María Rogelia.

—Lo tengo, Madre. No se preocupe.

Estaba montando la última cesta en el carro. El sol aún no había comenzado su declive, pero debía darme prisa si quería llegar al pueblo antes del anochecer. El viaje era largo y la nieve aún invadía parte del camino. Nuestro viejo burro mostraba su disgusto tratando de morder las cinchas que lo mantenían unido al carro.

—Volveré mañana por la tarde

—Sé prudente —gruñe ella, sin abrazarme, y entiendo a qué se refiere. No es mi primera vez bajando de la montaña sola, pero será la primera vez con un extraño en el pueblo. Suelo causar una mala sensación a las personas que no me conocen, así que no es cuestión de arriesgarme en balde.

Le había hablado a Madre sobre el padre Antonio. Y sobre lo ocurrido con María. Para mi frustración, ella solo se encogió de hombros, como si aquello no fuera con ella. Osita ha comido en esta casa más veces de las que puedo recordar: ¿Cómo puede importarle tan poco lo que le pase? A veces me pregunto si sería igual si a mí me ocurriera algo. ¿Juzgaría escéptica desde el pedestal de la rectitud los errores que he cometido? ¿O lloraría por mí? ¿Quizás se regodearía en el «ya te lo dije»?

Me pongo en camino, andando al lado del enfurruñado Horacio, nuestro burro. Lo nombré de ese modo tras la lectura del poemario Carpe Diem, del susodicho autor. No es que sea un burro muy inteligente, la verdad. Solo le interesa la comida, es capaz de morir por una buena manzana.

La nieve en esta zona es demasiado blanda, las ruedas del carro se hundirían bajo mi peso añadido al de nuestras boticas, así que toca caminar. Las montañas siguen silenciosas, pero comienzan a verse visos de la primavera aquí y allí: trozos de hielo totalmente derretidos que dejan a la vista la hierba, verde brillante, por debajo; el correr del agua hacía los riachuelos que desembocarán en el embalse; el vuelo del alimoche dando vueltas perezosas sobre las cumbres nevadas...

Había visitado a Manaos la tarde anterior, y lamento faltar a nuestra cita vespertina. Odio bajar al pueblo por varios motivos, pero entre ellos está el hecho de que no podré verle por los siguientes días. Ni si quiera le había dado el anillo aún, se me había olvidado con todo lo de María y el padre Antonio.

Me había apoyado en su hombro, en silencio, aspirando con ansia el olor que desprende, sintiéndome de alguna manera segura. La rabia seguía en mi interior, pero la noticia del embarazo me había desinflado un tanto. Habría sido difícil acabar con un matrimonio sin consumar, pero ahora sería imposible. Lo había visto en los ojos de Osita, que destellaron tan asustados como ilusionados ante la buena nueva.

—¿Por qué un hombre pegaría a una mujer? —solté sin querer. No le había hablado de lo ocurrido con osita, pero él me había abrazado con fuerza, como si quisiera recomponerme. A veces hace eso: como si supiera cuándo necesito una mano amiga, un apoyo o una regañina. Si tan solo cediera en lo único que me importa...

—¿Quién sabe?

—¿Tú serías capaz? —quise saber.

Al momento me di cuenta que se había ofendido. Impulsivamente, le toqué el pómulo y le di un pequeño mordisco en la punta de la nariz, y eso pareció divertirle.

—Sólo si tú me lo pidieras —dijo con esa sonrisa lobuna que tan bien he aprendido a conocer en los últimos tiempos.

Me hizo tumbar lentamente, colocando sus piernas entre las mías y apoyándose en los codos sobre mí. La postura me asfixiaba, y no sólo porque estaba apretado sobre mí.

—¿Por qué lo haría? —le digo con la voz mucho más ronca de lo que esperaba

—Oh, bueno, siempre puede haber una situación que lo requiera.

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