Fuerzas de la Mente

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"Venga, pinche Eugenio, ya casi es hora de salir," dijo uno de sus compañeros lanzándole una mirada de reconocimiento. Los músculos de Eugenio ardían, pero cada gota de sudor era un testimonio silencioso de su evolución, de ese fuego interno que lo empujaba a romper sus propios límites.

En medio del fragor del trabajo, su teléfono vibró en el cinturón de herramientas. Era un mensaje de Suzie. Al leer su nombre, un cosquilleo subió por la espalda de Eugenio. Suzie era esa chispa inesperada que había encendido un deseo nuevo en él, algo que iba más allá de los ladrillos y la mezcla.

"Te he visto esforzarte, Eugenio. Es hora de cumplir mi promesa. Nos vemos mañana en la noche en la Tia Giovanni," decía el mensaje junto a un emoji de un guiño. La imagen mental de Suzie, con su pelo rosa perfectamente peinado y esos ojos verdes que parecían saberlo todo, le hizo bombear el corazón como si fuera un tambor de guerra. La anticipación de la cita mandó una oleada de adrenalina que eclipsó cualquier vestigio de fatiga.

"Chingao, ¿de verdad va a pasar?" murmuró mientras limpiaba el sudor de su frente con el dorso de la mano. A pesar de su habitual timidez, algo dentro de él, quizás ese nuevo respeto que se tenía, le susurraba que merecía esto, que merecía a alguien como Suzie. Un torbellino de emociones giraba en su estómago, pero por primera vez en mucho tiempo, la expectativa lo superaba al miedo.

"Oye, carnal, ¿y esa sonrisota? ¿Acaso te sacaste la lotería o qué?" preguntó uno de sus colegas, notando el brillo inusual en los ojos de Eugenio.

"Algo así, hermano. Algo así..." contestó Eugenio, guardando el móvil con un temblor de nerviosismo y alegría mezclados. Sabía que esta noche podía cambiarlo todo, y estaba listo para enfrentar lo que viniera. Con una mirada al cielo claro, dejó escapar un suspiro y se dijo a sí mismo, "A huevo, Suzie, ahí te voy."

La camisa pegada al cuerpo con cada marca de esfuerzo dibujada en sudor era testigo de la perra que había sido la jornada. Me deslicé el casco entre los dedos, deseando ya una ducha fría y una pinche cerveza bien helada.

"Pinches horarios de mierda," murmuré mientras cruzaba la obra casi vacía. Las luces de la ciudad pintaban sombras largas en el suelo, como si fueran los fantasmas de los edificios aún por levantar.

Fue entonces cuando lo vi. El chamaco estaba ahí, plantado en medio del camino como si fuera el dueño del lugar. Un niño de no más de diez años, pero algo en él no cuadraba. Llevaba un gorrito tipo boina ladeado sobre su cabello rubio y unos shorts que le quedaban grandes. Sus ojos verdes me escudriñaban con una curiosidad que ponía los pelos de punta, como si pudiera ver hasta el último de mis jodidos pensamientos.

"¿Qué pedo? ¿Quién te dejó entrar, chavito?" pregunté con la voz ronca por el polvo y el cansancio.

"Yo solo estoy donde necesito estar. Y tú... tú eres Eugenio, ¿verdad?" Su tono era juguetón, pero sus palabras salían como acertijos, como si tuvieran doble fondo.

"Ándale, pero ¿cómo sabes mi nombre?" inquirí, frunciendo el ceño. "Y a ti, ¿cómo te llaman?"

"Me llamo Fiore," dijo con una sonrisa que mostraba dientes demasiado blancos para ser de un crío. "Y sé muchas cosas, cosas que ni tú mismo sabes."

"Chinga tu madre, ¿qué no ves que estoy cansado para tus mamadas?" dije intentando disimular el desconcierto. El morro parecía sacado de un cuento, pero había algo en él... algo que me decía que no era ningún inocente perdido.

"Los cansados son los que más sueñan," canturreó, girando sobre sí mismo con una risa que resonaba más allá de las paredes de concreto. "Y tú, Eugenio, has soñado mucho."

"Ya estuvo suave de jugar al misterioso," repliqué, aunque mi corazón latía rápido, no solo por Suzie, sino por la extraña presencia de ese niño.

"La vida es un juego de niños perdidos," dijo una voz detrás de mí, casi susurrándome al oído. Di media vuelta y ahí estaba Fiore otra vez, como si nunca se hubiera ido. "¿No quieres jugar, Eugenio?"

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