8. Todo lo que es mío para dar

67 7 12
                                    


Se sentía tan, tan triste. Afuera el sol apenas comenzaba a ocultarse, con la suave luz anaranjada entrando por los ventanales de la habitación, besando perezosamente las tabletas mortuorias y bailando entre el humo del incensario. Su hogar siempre había sido húmedo y caliente, sin embargo, en ese momento sentía un frío penetrante asentado en su pecho, un vacío extraño que pesaba y dolía. Sus piernas se sentían adormecidas por haber pasado tanto tiempo arrodillado en la misma posición, pero no podía moverse de dónde estaba. No quería, porque si se iba, su madre podría sentirse sola. Así que Jiāng Chéng permaneció muy quieto frente al altar, sólo mirando las sombras deslizándose por el suelo conforme el día se escapaba. Hasta que una sombra nueva y más sólida irrumpió entre las otras, haciendo que todo se oscureciera un poco más.

La silueta alta de su padre entró a la habitación y se quedó de pie junto él, con su rostro oculto ahí arriba, donde la luz no llegaba. Sólo entonces Jiāng Chéng notó que tenía de la mano a un niño que parecía ser casi de su edad.

—Te había estado buscando. Jiāng Chéng, este es Wèi Yīng —dijo él, y Jiāng Chéng se encogió involuntariamente. Era la primera vez que su padre le dirigía la palabra desde la ceremonia fúnebre y muy dentro suyo, había esperado que sus palabras fueran algo diferente. Pero en lugar de recibir lo que fuera que había estado esperando, su padre había traído a un niño. La voz del hombre semi cubierto en penumbra se volvió poco más que ruido sin sentido en sus oídos— ...y es por eso que se quedará con nosotros. Te hará compañía, podrán jugar juntos.

Pero él no quería un compañero, no quería un amigo, ni un hermano. Quería a su madre de vuelta. No importaba si ella se enfadaba, si lo hacía entrenar hasta que le daba fiebre, ni si lo reñía por todo lo que hacía y por lo que no hacía también. Quería ver sus pequeñas y esporádicas sonrisas y su vestido púrpura arrastrándose por el suelo. El otro niño estornudó y esta vez no pudo evitar mirarlo de reojo, sintiéndose un poco irritado. Era delgado y un poco más alto que él, parecía tímido y mantenía la mirada baja. Verlo tan nervioso hizo que su molestia se esfumara poco a poco. Quizá él también había aprendido que a veces el suelo era el lugar más seguro para mirar cuando todo a tu alrededor parecía tan grande y amenazador que te aplastaría.

Cuando fue evidente que Jiāng Chéng no diría nada, su padre le puso la mano en la cabeza, les dijo que enviaría a la nǎi mā a recogerlos más tarde y se fue.

El niño se sentó junto a él. Quieto y silencioso mientras la noche se arrastraba hacia adentro, contenida al margen únicamente por la luz del par de velas en el altar.

—Jie me dijo que mi madre murió cuando nací —mencionó el pequeño recién llegado, en un tono de voz muy bajo que intentaba ser solemne— Lamento que hayas perdido a la tuya también

Jiāng Chéng sólo asintió, sin saber muy bien qué decir. Había escuchado a los adultos decir que el dolor era menos intenso cuando tenías compañía, pero parecía ser que eso era una mentira.

El otro niño no le dijo nada más, pero tomó su mano cuando lo escuchó llorar.

Y la mano ya nunca lo soltó.

Wèi Yīng lo jalaba constantemente por el puerto y los jardines de su hogar. Se sentaba a su lado a la orilla del lago y tarareaba canciones inventadas. Entrenaban y jugaban juntos, compartían habitación y comida, y antes de que se diera cuenta, su presencia comenzó a ser una constante casi indispensable en su vida.

Wèi Yīng reía incluso cuando no había nada por lo cual reír; Era más hábil que nadie y tenía una mente extraña, inquieta e idealista; Su afecto era extraño también, sin nubarrones, ni heridas abiertas, ni raíces podridas. Permaneció a su lado durante muchas estaciones, llenando todos los vacíos en su interior con su sonrisa brillante y sus profundos ojos grises.

Vermilion [XianCheng]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora