JORDAN II

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"Solo para los demonios son las maldiciones". Eran palabras de alguien en su infancia, alguien importante. La recordaba a menudo, cuando pensaba en lo enfermizo que se había vuelto el mundo por la valcria.

Jordan estaba sentado en una acera, observando la calle, las casas y las farolas que no emitían suficiente luz para dotar de vida el vecindario. Lloviznaba ligeramente, pero ese no era el motivo por el cual la mayor parte de las personas en Pricsis estaban recluidas en sus cálidos hogares. Ya había visto el mismo panorama en diferentes ciudades. La cantidad de gente rondando afuera decreció, pues todos tenían miedo de contagiarse, pese a que los factores de transmisión que necesitaba la valcria para infectar a alguien aún eran desconocidos.

La enfermedad lo había perseguido toda su vida. Nunca la sufrió directamente, pero su vida parecía bailar en torno a las notas que entonaba la enfermedad. Su trabajo consistía en lidiar con crímenes relacionados a la valcria; sus padres, muertos por la valcria. En sus sueños no era diferente. Siempre soñaba con pulmones calcinados y personas con la piel oscura. Comenzaba a cuestionarse: "¿Acaso estoy maldito?"

Se levantó del muro, se subió la capucha de su abrigo y caminó. Su pequeño tiempo de meditación había concluido. Debía reencontrarse con su compañera y discutir la información. Contaba con los dedos los segundos mientras caminaba; ya conocía exactamente cuántos segundos debían pasar para llegar a muchos lugares distintos. Era su ventaja.

"Se acerca el final", pensó mirando al suelo. Ya eran cinco meses y medio desde que había llegado a Pricsis. Ahora las cosas estaban avanzando rápido. Puede que volviera a casa pronto, aunque Jordan no estaba seguro si tenía algo que podría llamar "casa". Solo sabía que desde que dejó Almere, el sentimiento de añoranza era persistente. Sus antiguos compañeros quizás ahora eran personas a las que podía llamar amigos, pensamiento que revolucionó sus siempre monótonas emociones.

Transcurrieron mil ciento cincuenta y tres segundos hasta que llegó a la furgoneta. Era blanca y no muy grande, lo suficiente para dos personas y un par de computadoras. Se encontraba estacionada cerca de una sucursal de correos. Le había insistido a su compañera Arneil cambiar cada dos días de lugar la furgoneta, pero ella había insistido en que era innecesario.

Al abrir ambas puertas traseras, Jordan no dio crédito a lo que veía.

Los pechos al descubierto de Arneil le dieron la bienvenida a su centro de operaciones, blancas y brillantes como perlas en el mar. Ella no se molestó en cubrirlos. A un lado un extraño para Jordan, que ocultaba sus zonas privadas, no tan privadas para Arneil, con cualquier trapo que encontró en el piso. El joven aparentaba una edad entre los veintidós y veinticinco años, cuerpo fornido, bastante alto. Jordan subió a la furgoneta, recogió la ropa del hombre del suelo, la envolvió en una bola de ropa y se la dio al intruso.

—Largo —ordenó Jordan—. No viste nada. No conoces este lugar —señaló con su dedo índice a Arneil—. A ella tampoco la conoces.

—Te aseguro que sí —agregó Arneil, mientras reía.

El chico prácticamente desnudo se alejó apresurado de la furgoneta. Jordan cerró las puertas.

—Vístete —Jordan tiró la ropa que Arneil dejó en el suelo—. ¿Qué edad tenía?

—No lo sé, tampoco quiero saberlo —ya se había levantado del pequeño camarote—. Se veía joven. ¿Qué tan joven? Me quedaré con la duda.

Jordan colgó su chaqueta en el espaldar del asiento del copiloto.

—No vinimos a esto —espetó Jordan.

—Llevamos meses aquí, en la sobriedad de Pricsis —"Al fin se vistió", pensó Jordan—. Es un pueblo frío. Necesitaba un poco de calor.

Un hombre olvidadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora