Prólogo

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Un autobús se detuvo con un chirrido en una estación abarrotada. El aire, cargado de voces y humo, se mezclaba con los últimos destellos de un atardecer anaranjado. Dos figuras emergieron de la multitud: una mujer de expresión impenetrable y una joven de piel morena que hesitó al tocar el suelo, como si ese gesto representara un cambio irreparable. Miró a su alrededor, sus ojos inquietos recorriendo a las personas apresuradas, cargando maletas y absortas en conversaciones. Ese bullicio, tan cotidiano para otros, la envolvía, desconcertante, como si estuviera atrapada en un paisaje vibrante que nunca había imaginado.

Con una venda en la nariz y cicatrices visibles, arrastraba el peso de un pasado doloroso. Alzó la vista y quedó inmóvil por un instante, absorbida por la magnificencia del ocaso que bañaba el cielo en tonos de fuego. Protegiéndose los ojos, murmuró: —¿Eso es... el sol? —Su aliento se cortó brevemente, como si la claridad del cielo le resultara inalcanzable—. No hay ceniza, está despejado.

La mujer la miró de reojo, sus labios tensos delatando una emoción contenida. Sin prisa, la atrajo hacia sí en un gesto protector. Juntas se alejaron de la estación y sus luces, adentrándose en la penumbra del anochecer.

A medida que el sol desaparecía, las luces de la ciudad proyectaban sombras sobre el asfalto. La joven observó el entorno con desconfianza y curiosidad, sorprendida por cada paso en este mundo desconocido.

—Las calles... están limpias y bien iluminadas, no hay gente tirada —murmuró, incrédula. Sus ojos se movían con avidez, absorbiendo cada detalle de un escenario que prometía nuevas experiencias.

 Sus ojos se movían con avidez, absorbiendo cada detalle de un escenario que prometía nuevas experiencias

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Cada paso resonaba con el peso de una lucha reciente, dejando cicatrices más profundas en el alma. El silencio entre ambas no era incómodo, sino una tregua para recuperar fuerzas y asimilar su nueva realidad.

Finalmente, se detuvieron frente a una casa modesta pero acogedora, rodeada de un jardín cuidado con esmero. La mujer tocó la puerta, y pronto apareció una anciana de semblante amable y mirada inquisitiva. La mujer sacó una carta del bolsillo y la entregó. La anciana la leyó en silencio, sus ojos recorriendo las líneas con atención.

Sin mirar atrás, la mujer se marchó, dejando a la joven con la anciana. La joven permaneció inmóvil, sus ojos encontrándose con los de la anciana, consciente de que ese instante marcaba el comienzo de una nueva vida.

—Maya —susurró la anciana, su voz quebrada por la emoción y el alivio.

—Maya —susurró la anciana, su voz quebrada por la emoción y el alivio

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Tierras Quebradas: El fulgor del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora