Capítulo 5: La tormenta

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Bajo la sombra de la noche, la lluvia cae como dedos fríos acariciando las grietas de las calles, un hombre de ropa desgastada camina. Sus pasos pesados resuenan en el pavimento mojado, un eco sordo en la oscuridad. El agua empapa sus ropas deshilachadas, que cuelgan de su cuerpo como restos de una vida brillante, fusionándose con la sombra.

A su lado, un perro envejecido sigue su paso, atado con una cuerda de cordones trenzados, tan ajada como el alma de su dueño. Ambos avanzan en silencio, desafiando el rugido de la tormenta que recuerda lo que dejaron atrás. Los edificios a su alrededor son fantasmas de lo que alguna vez fueron; sus ventanas rotas y puertas desvencijadas ocultan secretos que ya nadie se atreve a desenterrar.

Un par de luces titilan en la distancia, pero el hombre y el perro no se fijan en ellas. En la oscuridad, un peso los obliga a seguir, como si caminar fuera lo único que les quedara. Hace tiempo había voces, gritos ahogados en el eco de una disputa, pero ahora solo queda el sonido incesante de la lluvia.

Los recuerdos, amargos como la tormenta, le acompañan. La mirada de alguien que no ha vuelto a ver desde aquella discusión, desde que el calor de un hogar en ruinas le fue arrebatado. Desde entonces, la culpa ha desaparecido, dejando solo el frío. Y en ese frío, en cada gota de lluvia que le cala los huesos, hay algo más profundo que se insinúa, sin forma ni propósito, solo la calma de la noche.

 Y en ese frío, en cada gota de lluvia que le cala los huesos, hay algo más profundo que se insinúa, sin forma ni propósito, solo la calma de la noche

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Llegó al final de la calle, donde las luces se desvanecían, dejando sombras más densas que la oscuridad. Frente a él, se alza una silueta en ruinas, un gigante olvidado que una vez albergó vidas, ahora reducido al abandono. Sus paredes agrietadas y cubiertas de humedad parecían estar al borde del colapso, y las ventanas, sin cristales, eran vacíos que miraban a la nada.

No se detuvo, pues conocía bien ese lugar y cada grieta en el suelo que sus pies tanteaban. Había pasado gran parte de su vida en edificios como ese, reliquias de una ciudad que ya no los quería. Sabía dónde crujían los tablones del suelo y dónde las puertas se resistían a abrirse, donde las sombras eran recuerdos de quienes alguna vez buscaron refugio en esas paredes.

Con un movimiento lento, casi resignado, empujó lo que quedaba de la puerta, que chirrió al abrirse. El interior estaba envuelto en una oscuridad espesa. La penumbra le era tan familiar como el aire que respiraba. Había envejecido entre rincones como esos, donde la luz rara vez llegaba y todo lo que se escuchaba eran murmullos del viento filtrándose por las grietas.

El perro, fiel, se adelantó un par de pasos, reconociendo ese terreno inhóspito que era lo más parecido a un hogar. El hombre cruzó el umbral, sintiendo el suelo desigual bajo sus botas mojadas. El eco de sus pasos resonó en el silencio, envolviéndolo en un vacío sobrecogedor. La oscuridad era palpable, y el frío se sentía en el aire.

—Salome, llegué a casa. —Su voz, seca y gastada, se disolvió en la oscuridad, sin recibir respuesta.

Avanzó hacia las escaleras destartaladas que ascendían a los pisos superiores. El edificio, que alguna vez albergó a otros, ahora se sentía despojado. No había susurros, ni sombras familiares, ni rastros de las almas que alguna vez habitaron ese refugio.

Tierras Quebradas: El fulgor del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora