El recuento de los años.

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"Bueno, está aquí. Algo tienes que hacer."

La primera vez que lo ví era muy pequeña, no sé bien qué edad tenía, porque no tengo muchas memorias de mi infancia, pero si tengo imágenes nítidas de mí despertando en medio de la madrugada, llorando por la sombra que aún me miraba. Aún no tenía forma, aún no mostraba rasgos.

La llevaba conmigo a todos lados aunque no sabía qué ocurriría, sólo la sentía a mi lado y maldecía.

"Quizás con esto mejores."

No.

No mejoré. De hecho con sus dosis sólo quería dormir, necesitaba dormir todo lo posible, pero cuando desperté aún estaba ahí. Sentado a los pies de la cama, apenas distinguía una espalda. Así que volvía a dormir, incluso entre clases porque, quizás, la realidad donde estaba eso me hacía sentir incómoda, era preferible unirme en las sábanas y no pensar más, ni en eso, ni en nadie.

"Bueno... ya pasará."

"Nunca pasa."

Me dijo con la voz más ronca y pesada que hubiera oído. A los quince, quizás, al fin había generado cuerdas vocales después de tanto comer tristezas pequeñas pasadas por alto, después de inhalar noches vacías en las que me oculté en las sábanas doliendo el pecho sin explicar qué me faltaba.

Y me refugie en el dolor.

Me odié por alimentar a eso. Me deteste en cuanto lo vi crecer en la esquina de los cuartos, aún siendo estática oscura, sin rostro, sin brazos, pero una sonrisa que parecía extenderse por todo su ser, dientes afilados chorreando lágrimas que había consumido de mí.

"Duele mucho.*

Murmuraba cuando le infligía daño, pese a lo mucho que la odiaba y la castigaba en los puntos exactos que ardían o quemaban días después. No entendía bien por qué pedía clemencia, por qué rogaba por su vida, por qué se hartaba cuando, en un arranque de dolor, deseaba mucho desaparecerla.

"¿Ya intentaste la religión?"

A cualquier iglesia, templo o centro ceremonial, eso iba conmigo, siempre girando en una masa deforme que ahora había generado ojos, múltiples pequeños y grandes, analizando cada espacio por el que íbamos. Constantemente oía su peso a mi lado, como parpadeaba con disparidad.

"No te escuchó la última vez que pediste una noche sin llanto ¿Cierto?"

Rió mirando a las figuras religiosas, a sus representaciones humanas, a las escrituras sagradas, a los templos gigantes. Lo sabía, eso siempre estaba conmigo, aún cuando yo me encerraba en el baño, se escurría por entra la puerta como líquido venenoso negruzco que escalaba rápido hacia mis pies recordándome que era lo único que no me dejaría, que era la única cosa eterna.

"Bueno, ya pasará, ¿Ya lo hablaste con tus amigos?"

La primera vez que hablé de la existencia de eso tendría dieciséis años, mi amiga me miró, con los ojos manchados en rímel mal colocado y piel hidratada: "deberías hablarlo con alguien". La cosa parpadeó confundida, me miro con todos sus ojos, y rodó nuevamente a mi lado.

La segunda vez fue con un sólo amigo, él mayor que yo (mucho mayor), a quien le confiaba mi vida. Entonces comenzó el grooming. Él me ataba constantemente a la cosa, decía que era bueno expresarlo, siempre que intentaba zafar el cinturón para asomarme por la ventana, él me recordaba que la cosa aún me tenía agarrado del pie. Entonces lentamente volvía a mi espacio donde me ataba de nuevo, aún cuando le dije que mis lágrimas lo alimentaban, aún cuando le confesé de mis noches de insomnio y mi miedo a fundirme con su negra presencia. Ahí la cosa aprendió más y le crecieron extremidades, múltiples de ellas, como una araña extraña.

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⏰ Última actualización: Jul 11 ⏰

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