Prólogo

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Viernes, 8 de septiembre, 18:37

Sara

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que entré en este edificio. A mi lado, mamá decía que el barrio parecía tranquilo. Mientras que papá, unos pasos por detrás, me recordaba que tendríamos que volver al coche; que había traído demasiadas cosas y que todavía quedaban bolsas en el maletero.

Yo estaba callada y miraba a mi alrededor con una mezcla de ilusión y nervios. Tenía dudas. Muchas más que el número de escaleras que conté hasta llegar al cuarto piso.

¿Echaría de menos a mis padres? ¿Me daría miedo vivir sola? ¿Haría amigos en la universidad?

En el descansillo nos estaba esperando mi casero, con las llaves del apartamento en una mano y con el contrato de alquiler en la otra. Me dijo que aquí iba a estar muy a gusto y abrió la puerta.

Justo al entrar vi el salón. Las paredes eran de gotelé y en una de ellas había colgado un cuadro de la Torre Eiffel. El sofá color granate tenía los reposabrazos desgastados y la tele, que era más pequeña que la de mi casa, estaba encima de un mueble auxiliar de madera.

La primera puerta a la derecha daba paso a la cocina. El fluorescente del techo parpadeaba un poco y el depósito de la cafetera estaba lleno de agua hasta la mitad. Al salir me choqué con la esquina de la mesa y tuve que agarrarme a una de las cuatro sillas que la rodeaban para no caerme.

La siguiente habitación era el baño. Olía a ambientador de lavanda. Los azulejos turquesa lo cubrían todo hasta llegar al suelo y la mampara de la ducha tenía restos de cal.

Tras la última puerta me encontré con el dormitorio. El colchón parecía cómodo y la silla que estaba frente al escritorio también. Mi casero abrió el armario y dijo que me iba a prestar un juego de sábanas y un par de toallas. Le di las gracias y él repitió que aquí iba a estar muy a gusto.

Soy capaz de enumerar cada uno de los detalles de ese día, incluso cuando han pasado cuatro años desde entonces. Lo hago siempre que regreso de mis vacaciones de verano y pongo un pie en este portal. Es como si mi cabeza quisiera recordarme el comienzo de todo.

Esta vez arrastro la maleta sin ayuda. Tampoco cuento el número de escaleras hasta llegar al cuarto. Sé que son cincuenta y seis. El descansillo está vacío y soy yo la que abro la puerta del apartamento A.

Suelto la maleta en mitad del salón y me dejo caer en el sofá. Estoy cansada. El viaje en autobús Santander - Valencia ha durado más de ocho horas.

Desbloqueo el móvil. Tengo que llamar a mamá y decirle que he llegado sana y salva. Busco su contacto, pero antes de que pueda hacer nada, la pantalla se ilumina y el móvil vibra entre mis dedos. Sonrío al leer su nombre.

«Lucas».

Es mi vecino. Vive en el tercero B. Lo conocí poco después de empezar la universidad. Su compañero de piso se cruzó conmigo subiendo las escaleras y me insistió para que bajara un día a su casa a tomar una cerveza. Bendito el momento en el que acepté la invitación de Alberto, porque ahora me costaba imaginar la vida sin ellos. Bueno, y sin Elisa. Mi otra vecina (la de al lado). Pero la historia de cómo la conocí a ella es diferente.

—¿Cómo vas? —me pregunta Lucas al otro lado de la línea.

—Acabo de llegar a casa. ¿Tú?

—Trabajando.

—¿Todavía?

Debería haber salido hace más de una hora. El puesto que tiene como diseñador gráfico es de ocho a cinco.

—Sí, es que tengo que dejar unas cosas hechas antes del finde. ¿Me paso a verte cuando salga?

—¿Tú quieres?

—¿Que si quiero? —Se ríe—. Pues claro que quiero. Te he echado mucho de menos, pequeña.

Sonrío. He perdido la cuenta del número de veces que le he dicho entre carcajadas que no tiene sentido que me llame así porque solo es dos años mayor que yo.

—Yo también te he echado mucho de menos —confieso.

El timbre me impide oír su voz. Me acerco a la puerta con el móvil pegado a la oreja. La abro y tras ella está esa chica a la que tengo la suerte de poder llamar mejor amiga.

—Lucas, acaba de venir Elisa. Hablamos luego, ¿vale?

—No te preocupes. Cuando salga del trabajo, te escribo.

—Vale, adiós —me despido a toda prisa—. Te quiero.

Cuelgo y me lanzo a sus brazos.

—¡Eli!

—Menos mal que ya estás aquí... —suspira—. Alberto y Lucas están insoportables. Y eso que Alberto llegó ayer.

—Ya sabes que a veces son un poco pesados. Igual que yo. —Me río y la suelto—. ¿Estás preparada para volver a aguantarme?

—Solo si me haces tus famosas galletas de chocolate y me escuchas cuando esté de bajón.

—Trato. —Levanto el meñique. Elisa junta su dedo con el mío y sella la promesa.

Cierro la puerta de casa. Nos sentamos en el sofá.

—¿Cuándo viene? —pregunta.

—En un rato.

Sonríe y se le iluminan los ojos.

—No va a pasar nada —le recuerdo.

—Sois los dos igual de gilipollas.

—Para él solo soy su amiga.

—Le gustas.

Niego y busco cambiar de tema:

—¿Tienes planes para hoy?

—Sí —dice tan contenta—. Víctor y yo vamos a ir a... —Me da un golpecito en la rodilla—. Oye, estábamos hablando de Lucas.

—Eli...

—¿Hacemos otro trato? —Ahora es ella la que levanta el meñique—. ¿Me prometes que este año vas a dejar que pase lo que tenga que pasar sin intentar tener el control de todo?

—Pero si...

—¿Me lo prometes o no? —insiste.

—Está bien. —Uno nuestros dedos—. Te lo prometo.

—Ya verás, Sara, este año será nuestro año.

Lo dice tan convencida que rompo a reír. No sé si el futuro iba a ser nuestro, pero quizás Elisa tenga razón en algo. Al fin y al cabo, este es mi último año de carrera. Mi vida como universitaria termina en junio.

¿Debería empezar a disfrutar de mis últimos meses en esta maravillosa ciudad? 

«Sí, puedo intentarlo...».

Desde siempre fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora