3. La vida adulta es una mierda

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Viernes, 15 de septiembre, 19:14
(Una semana después)

Sara

Saco de la mochila mis patines de cuatro ruedas. Cuando los compré eran blancos. Ahora, tras unos cuantos años y cientos de carreras con ellos, el tono había derivado a un gris amarillento.

Fue Elisa quien me enseñó a patinar; en la pista de baloncesto que hay al final de la calle. Días después descubrimos que si caminábamos en el sentido opuesto, llegábamos a uno de los parques más bonitos de la ciudad. Es enorme. Tanto como para perderte.

O como para encontrarte.

Sus caminos se convirtieron rápidamente en nuestro refugio. Un mal día, un examen suspendido o una discusión familiar. Daba igual. La solución parecía estar aquí, entre cipreses y begonias.

—¿Nuevos calcetines? —me pregunta Eli. Estamos sentadas en el banco de siempre. Ella está lista para echar a correr. Yo aún me estoy quitando las zapatillas.

—Sí. Mira. —Levanto el bajo de mi pantalón. Calcetines naranjas con dibujos de mandarinas—. Me los regaló mi madre antes de irme. ¿Te gustan?

—Me encantan.

Sonrío. Mi amor por los estampados y los colores nació durante una excursión al Museo de Arte Moderno de Santander cuando iba a segundo de la eso. Estaba esperando en la cola junto a mis compañeros de clase y, entonces, apareció la chica que nos iba a hacer de guía.

Lo primero que pensé al verla fue que era la mujer más guapa que había visto nunca. Lo segundo, que de mayor quería ser como ella. Me sé de memoria la ropa que llevaba puesta: camiseta a rayas, cardigan de lana rosa, falda larga con estampado de margaritas, medias fucsia y botines de tacón amarillos.

«¿Has visto qué cuadro?», cuchicheó en ese momento mi amiga Rebeca.

«¿Cuál?», le pregunté mirando a las paredes.

«La señora, tonta. ¿No la ves o qué? Menuda hortera».

No me atreví a responder. El resto de mis amigas lo hizo por mí. Todas estaban de acuerdo. Y a todas les pareció muy gracioso.

Ese día llegué a casa de mal humor y lo pagué con mi madre. Le dije con rabia que no me gustaba lo que había para comer. En realidad lo que odiaba era no encajar, pero supongo que fue más fácil echarle la culpa al guiso de lentejas.

No volví a pensar en el viaje al museo hasta años después. Acababa de enviar la solicitud de matrícula para cursar Arquitectura y, si todo iba bien, en unas semanas me mudaría a una nueva ciudad. Era la oportunidad perfecta para empezar de cero y vestir como de verdad quería.

Tampoco me atreví. El motivo fue simple; ser arquitecto y llevar estampados y colores es raro. Y yo, que ya me sentía bastante rara, no quería añadir más motivos a la lista.

Desde entonces en mi armario solo habían entrado prendas básicas y de tonalidades neutras. O al menos prendas visibles. No había sido capaz de renunciar a todo. Los calcetines de dibujos se convirtieron en la trampa que había inventado para poder llevar colores sin que los demás se dieran cuenta.

Si se lo contara a Elisa, seguro que me caería la bronca del siglo. Pero por suerte, mi amiga nunca cuestionó porque toda mi ropa es aburrida en comparación a lo que hay dentro de mis zapatos.

—¿Sabes que ayer conocí a Cris? —digo tras anudar los cordones. Me levanto del banco y comenzamos a patinar.

—¿A que es guapísima?

—Es supermona.

Parece una princesa al lado de Alberto.

—Un día tenemos que invitarla a hacer algo con nosotras.

—Me dijo que este cuatrimestre tenía clase solo por la mañana, así que podemos pensar algún plan de tarde.

—¿Tú también tienes las tardes libres? —pregunta.

—Qué va, mis clases están repartidas durante todo el día. Pero no te preocupes, ya me las arreglaré para sacar un hueco para vosotras.

—Joder, no sé quién os hace los horarios... Cada año lo tienes peor.

—Ya.

—Pero por lo demás, ¿esta primera semana de clases ha ido bien, verdad?

—Sí, tenía muchas ganas de ver a mis amigos.

—Jo, daría lo que fuera por volver a ser universitaria.

—Eli, te pasaste años quejándote de todo.

—Ya, pero es que me tenían engañada. Si la universidad es horrible, el trabajo es mucho peor. Y más si eres una triste becaria como yo.

—¿Siguen sin querer pagarte las horas extras?

Después de graduarse en Administración y Dirección de Empresas, Elisa había firmado un contrato de prácticas en las oficinas de una compañía de seguros.

—Sí. Y lo malo es que los de recursos humanos se hacen los locos. ¿No se supone que tienen que trabajar para que se cumplan mis derechos? Pues nada. No me hacen caso.

—¿Y qué vas a hacer?

—Aguantarme. Me cuesta más pagar un abogado que lo que me deben.

—Lo siento.

—Da igual —dice con resignación—. Lo dicho, la vida adulta es una mierda.

—¿Te acuerdas que cuando nos conocimos solo queríamos crecer y que estos años pasaran rápido?

—Éramos tontas.

Me río.

—Sí. Aunque creo que seguimos siéndolo.

Me mira y sonríe de oreja a oreja.

—Pues que sepas que eres mi tonta favorita.

—Y tú la mía.

Tontas o no, quería que esta tarde fuera eterna. Quería patinar en el parque con mi mejor amiga hasta que me salieran agujetas en las piernas y no pudiera moverme. Quería que los problemas más graves fueran estos; unas horas extras sin pagar o el secreto que esconden unos calcetines de mandarinas.

Porque sí, la vida adulta es una mierda. Pero la nuestra está envuelta en cientos de capas de purpurina.

Desde siempre fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora