Encontrar la biblioteca de la Villa del Triunfo no fue difícil para Helena. Solo le preguntó en recepción y un hombre mayor, vestido de traje y con un broche con su nombre, Andrés, la dirigió a la biblioteca. Para llegar, Helena y su guía atravesaron el jardín trasero, iluminado por la especial luz de la tarde.
Al final del camino, Andrés la llevó a un edificio que asemejaba la fachada de un Partenón griego, alto y construido con piedra rosada.
—Es aquí, señorita —dijo el hombre.
—Muchas gracias por acompañarme, Andrés. —Helena pronunció su nombre con un poco de nerviosismo, pero al ver cómo el hombre solo asentía y sonreía de manera amable, añadió—: Si solo hubiera recibido indicaciones, me habría perdido.
Andrés se acomodó el traje y se despidió con una breve inclinación hacia delante, comenzando su regreso.
Con ansias, Helena abrió una de las puertas de la biblioteca. Sus ojos se llenaron de sorpresa y emoción. El lugar era amplio, con libreros empotrados en las paredes que iban desde el suelo hasta el techo. Helena se acercó a una escalera de madera apoyada en uno de los libreros. En el centro del espacio se habían instalado asientos y mesas. La decoración de la biblioteca era pulcra, con esculturas de torsos y floreros que cargaban arreglos rimbombantes de rosas blancas. Sin duda, la gran colección de libros era el foco de atención.
Había un par de personas más en la biblioteca leyendo, pero aun así se sentía paz, tranquilidad y una soledad amigable. Desconociendo la ubicación exacta de los libros, Helena optó por acercarse a una estantería y tomar un título que le pareciera interesante.
Eligió un libro delgado, forrado en tela verde oscuro, Poemas de Federico García Lorca. El libro estaba en español, algo difícil de encontrar en librerías pequeñas.
Helena tomó asiento en un sillón amplio y comenzó a leer con el libro en su regazo. Se sentía tranquila y dejó de pensar en su entorno.
—¡Poeta! ¡Cuerpo del mundo! Pues dale por engañado, porque todos los de humor semejante son hechos a la mazacona: gente descuidada, crédula y no nada maliciosa —una voz masculina se hizo presente cerca de Helena, sorprendiéndola.
El libro que Helena sostenía cayó al suelo con el lomo hacia arriba, asemejando el techo de la biblioteca.
Rápidamente, Helena se inclinó para recoger el libro.
—Lo siento, señor... —miró de reojo al hombre a su lado y se sorprendió al verlo—. Señor Whiteman, lo siento.
Se puso de pie mientras acomodaba la falda de su vestido.
—Me sorprendió su voz —dijo, algo apenada.
—Por favor, perdóneme usted, señorita Bristol. No tenía intención de asustarla, y de hecho, no reconozco la intención de mis actos —respondió el señor Kim, un tanto avergonzado, bajando la cabeza.
El señor Whiteman estaba sentado en un de los sillones del lugar, con el libro cerrado en sus manos, jugando con sus dedos y mirando al suelo. Helena, de pie frente a él, se encontraba en una situación un tanto incómoda.
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Summer Wine
Roman d'amourUn verano en Capri Un Verano para descubrir Un verano para amar Un verano para Elena