Prólogo

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Las profecías son cosas volubles, uno nunca debe de confiar demasiado en ellas.

Era una noche fría aquel  31 de octubre, pero el ambiente festivo de las calles calentaba al pequeño pueblo de Godric. Con los niños y niñas correteando vestidos de personajes  de pesadilla, brujas y magos verrugosos. Los dulces se repartían en cada puerta, con risas alegres.

En una de aquellas puertas, ni un solo de esos infantes se acerco, era como si la cabaña de cortinas azules no existiera a pesar de las luces encendidas y las decoraciones casi mágicas en el patio delantero. Dentro una escena familiar se desarrollaba, el padre jugaba con la pequeña niña alegre en su regazo mostrando las burbujas de colores que producía de la punta de una varita. La niña sonreía alegremente tratando de tomar una de esas burbujas vistosas, la diversión se vio interrumpida cuando la madre apareció sonriendo a la pequeña antes de tomarla en brazos y dar un breve beso al padre.

La paz de esa casa no duro. Una figura envuelta en una túnica negra entro al patio delantero con determinación, una mano pálida y huesuda se alzo en un movimiento fluido despegando la puerta de las goznes. El padre dentro de la casa grito antes de interponerse entre el intruso y las escaleras. La figura del padre cayo hacía atrás poco después de que un rayo verde lo golpeara. La vida escapando de su cuerpo. Arriba la madre trazaba sobre el piso, y la frente de su hija símbolos con su propia sangre mientras repetía siete veces las mismas frases-

--Harriet, mami te ama, papi te ama. Harriet, se valiente, se fuerte, se astuta, se amable. Harriet, te amamos, te amo, te amo---

La puerta se rompió con estruendo provocando el llanto de la niña. La madre se giro con valentía para enfrentar a quien mato al hombre que amaba, quien tomaría también la vida de ella. 

La madre no dudo, incluso cuando aquel ser le ordeno moverse tres veces, ella se nego. Lo único que pudo quitarla del camino fue lo mismo que derribo al hombre que amaba, dejando atrás a una pequeña llorosa de ojos verdes.


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El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso, podría llamar la atención sin siquiera intentarlo solo con su presencia, no por buenas cualidades si no por su ruidosa personalidad. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándose por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubrieran: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.

La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar.

Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.

El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4. 

El señor Dursley tuvo aquel día un momento bastante memorable cuando salió a la hora del almuerzo y se topo con personas vestidas extravagantemente caminando por la ciudad con una alegría sin igual, mucho más cuando una de ellas lo abrazo, y grito su felicidad. Sin mencionar como había escuchado en nombre de la hermana descarriada de su esposa. 

Fue difícil para el señor Dursley no contarle a su querida esposa en la hora de la cena lo que vivió aquel día, sobre todo con las noticias tan extrañas en la televisión, pero aun así logro dormir tranquilamente, pensando que todo era solo una coincidencia molesta.

Estaba bastante equivocado.

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La mañana llegó y con ello la rutina de Petunia Dursley, pero la mujer nunca imaginó que ese día su rutina fuera interrumpida por una pequeña bebé que lloraba en la puerta de su casa junto con una carta en pergamino. La señora Dursley reconoció el sobre así como la firma y sus finos labios palidecieron.

Cuando su esposo, el señor Dursley, escuchó el llanto del bebé entró a la cocina con el ceño fruncido cargando al pequeño Dudley.

Basta decir que tuvieron una agitada conversación con respecto al bebé, mientras Dudley jalaba los rizos oscuros de la niña.

 Al final Harriet Potter se unió a la familia Dursley ganando un lugar en la alacena, tres pequeñas porciones por día y los no tan amables tratos de sus familiares. 

--Debemos quedarnos con ella, Vernon. Ellos sabrán si no lo hacemos. Imagina lo que harían si la dejamos tirada en algún lugar- había dicho la Señora Dursley antes de que su esposo se fuera a trabajar.

HarrietDonde viven las historias. Descúbrelo ahora