† V †

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Catherine Alzair


Mi mente baila entre la realidad y la inconsciencia. Un olor intenso llega a mi nariz, es una mezcla de la madera quemada y algo más. Algo que no logro identificar.

Hay un estruendo que sacude la tarima y con la visión borrosa alcanzo a distinguir grandes manos cubiertas de rojo que me toman de la barbilla. Hay algunas palabras susurradas pero no logro identificar su rostro o entender qué es lo que dice.

Hay gritos intensos a mi alrededor pero mis ataduras se desvanecen y un suave toque acaricia las heridas de mis muñecas. No puedo ponerme de pie por lo que mi cuerpo es sostenido por esta persona.

Jadeo, sin poder respirar. Me arden las piernas, me duele el cuero cabelludo y el dolor es insoportable. Mi respiración se tambalea en cada aliento y sé que necesito perder la consciencia antes de experimentar plenamente las quemaduras severas.

Mi mejilla choca contra un duro pecho y soy cargada y acunada. Mis labios secos se abren pero no sale más que un sollozo lleno de dolor. Un gruñido iracundo se proyecta sobre mí y me hace dirigir la mirada hacia arriba.

Empiezo a enfocar poco a poco. Una apretada mandíbula y labios llenos. Entonces, él baja la barbilla para verme y olvido el dolor por un segundo. Lo suficiente como para ver sus orejas puntiagudas llenas de accesorios de oro y su cabello rubio sobre unas perfectas cejas.

Aquello que me alerta no es nada de esto, sino sus ojos. El carmesí de uno combina astutamente con el verde de su otro iris. Él me observa y una sonrisa letal se abre paso en sus labios. Cómo si ambos supiéramos que no es ningún héroe. En realidad, este es el cazador que se ha estado ocultando todo el tiempo.

—Pequeña reina, estás causando muchos problemas.

Trato de apartarlo pero es entonces cuando los gritos son aún peores y mi corazón empieza a advertirle a mi cerebro que es tiempo de despertar. Y con mis sentidos empezando a alertarse, el dolor también lo hace. Un dolor tan estremecedor que aprieto los dientes y echo la cabeza hacia atrás.

Giro la cabeza y mis ojos conectan con el incendio más grande que he presenciado en mi vida. No es solo la tarima, o sus alrededores. Es el pueblo completo y todos aquellos que se encuentran dentro. Las llamas consumen todo a su paso sin propagarse más allá de las fronteras del pueblo.

Mi corazón se acelera pero estamos en las afueras, el fuego y algo más no se acerca a nosotros. Los gritos son estremecedores, tan brutales como los míos hace unos minutos. Los veo correr y ser empujados por una fuerza invisible hacia el fuego una vez más.

Mi mirada vuelve al hombre que me lleva. Parece tranquilo, sus pasos medidos y una sutil mueca en su boca, como si le molestase de sobremanera las decenas de personas que se están quemando a solo unos metros.

Una vez más, su mirada y la mía conectan y sé que debo estar alerta, pero mis heridas están llenas de sangre y la carne de mis piernas quemada. Mi vestido está deshecho y él puede tocar mi piel pero no mueve más su mano de lo estrictamente necesario. Sé que debo mantener mis ojos abiertos, pero agradezco cuando me desmayo porque no creo soportar más.

†††

Cuando despierto, espero el dolor brutal que viene con mis horribles heridas pero por más que aprieto los dientes y hundo las uñas en las palmas de mis manos, nunca llega.

Abro los ojos lentamente, parpadeando hacia un techo de piedra que parece demasiado viejo. Mis nudillos se encuentran con la suave seda de las sábanas debajo y soy cubierta con una gruesa manta.

Me tomo un segundo para respirar profundamente antes de sentarme. Mis ojos recorren la pared a mi lado, donde solo hay una puerta y no se quedan ahí por mucho antes de fijarse en el enorme hueco donde debería estar la otra pared. Mis pies descalzos se encuentran con la fría piedra y me levanto con pasos tambaleantes.

Estoy envuelta en una suave bata de color vino, con el cabello suelto y delgados guantes negros en las manos. Mi corazón empieza a latir rápido mientras mi mente trabaja y lucho por recordar cada una de las cosas después de perder la conciencia en la hoguera.

Lucho con mi mente mientras una de mis manos se apoya en la pared y mi mirada se dirige afuera. Mi cuerpo se inclina un poco y me mantengo firme en el filo del hueco. Todo más allá de este lugar es un inmenso bosque. Trato de ubicarme un segundo antes de que mis ojos conectan con una inmensa columna de humo.

Cómo un soplo en mi oído, los recuerdos van entrando poco a poco. Y me asusto. Por primera vez y verdaderamente pierdo el equilibrio y mi corazón no termina un latido antes de empezar el siguiente.

Mis uñas raspan la piedra y ruego por caer de rodillas y no al vacío. Cierro los ojos un instante pero no tengo que sentir las consecuencias porque una gran mano envuelta en seda me toma de la muñeca. De frente al vacío, mi boca se abre.

Giro la cabeza hacia atrás y mis ojos se encuentran con un profundo carmesí y un vibrante verde bosque. Trago saliva, nerviosa.

—¿Asustada reina? —Me pregunta, la comisura de su boca inclinada hasta formar un hoyuelo desconcertante —. No parecías aterrada cuando entraste al laberinto con tu lindo vestidito.

Aprieto los labios y no emito sonido alguno. Con los ojos puestos en su rostro y todavía con medio cuerpo en el aire, balanceo mi otro brazo para aferrarme a la tela de su manga hasta ponerme de pie en el filo una vez más. No me siento con el suficiente equilibrio, por lo que mi mano agarra un puñado de la tela de su cuello y alzo la cabeza para mirarlo.

Estoy aterrada pero mi curiosidad siempre ha sido más grande que mis miedos. Quiero saber por qué mi cuerpo no está sufriendo y que ha hecho en el pueblo.

Es alarmantemente claro quién es. Solo alguien del pueblo podría saber del laberinto o hacer referencia a mis vestidos. Y él no parece ni remotamente alguien de allí. Sus facciones, sus expresiones. Sus malditas orejas llenas de joyas.

Sus ojos.

Él parece mítico, un ser destinado a los misterios del bosque. Es aquella criatura de la que los sacerdotes temen. A la que las mujeres como yo deberían temer. Pero en cierto modo, ambos somos impuros exiliados por el maldito pueblo.

—¿Solo vas a mirarme? —pregunta.

—Quiero memorizar cada rasgo de alguien tan jodidamente detestable.

Una sonrisa vacía se instala en sus labios.

—¿Les permiten a las señoritas tener esa clase de vocabulario?

—¿Después de ser arrastrada y quemada viva? —pregunto con una risita sarcástica —. Supongo que se me ha concedido el derecho.

Su mano no deja mi muñeca y la otra se arrastra hasta mi cintura. Su expresión se convierte en algo indescifrable, oscuro. Su aspecto es como el sol, este hombre parece brillar, pero su aura y sus gestos son tan oscuros que el contraste es desconcertante.

—Quisiera haberte dejado a tu suerte.

No debería, pero abro la boca.

—¿Y qué te lo impide?

—Que estoy atado a ti.


Un corazón en ruinas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora