12. Una vida llena de pecados

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Fernando y Adriana Montes fueron una alegre pareja mexicana. A los tres años de noviazgo decidieron contraer matrimonio, sin embargo, embargados por su amor, se dieron cuenta que había sido una decisión apresurada. Si bien cada uno tenía sus propios ingresos para sus caprichos cotidianos, se dieron cuenta que juntando lo ganado por ambos no era suficiente para tener ese hogar con el que algún día habían soñado.

Con un par de maletas cargadas de ambiciones, se embarcaron a cumplir el sueño americano y, a pesar de que los días se vislumbraban llenos de incertidumbre y faltos de esperanza, pensaron que lo que necesitaban era eso: empezar de cero. Los primeros días fueron difíciles, pero con el tiempo ese panorama gris se tornó rosa y parecía que el solo brillaba para ellos con gran intensidad, como nunca antes.

Unos meses más tarde, el cambio radical se completó con una nueva identidad: Fernando pasó a llamarse Benjamín y, su esposa Adriana, optó por llamarse Abigail. Así nació la familia Curtis. Todo parecía estar en el lugar correcto; empezaron a ahorrar cada moneda y billete que ganaban, hicieron un par de sacrificios, pero fueron recompensados con una hermosa casa al sur de la ciudad de Silveroak, en donde su hogar finalmente tomó una nueva forma y su amor se multiplicó.

Aquel bello hogar comenzó a llenarse de un ambiente religioso, el cual estaba vigente desde que vivían en la Ciudad de México, pero con su nueva vida se volvió algo mucho más intenso y, como era de esperarse, buscaban tener un primogénito. Para su buena suerte, unos años más tarde, se materializó ese deseo, dando como resultado un hijo varón.

Fruto de ese amor intenso y religioso nació Timothy, quien se vio contagiado por las creencias y tradiciones de su familia. Sus primeros años estuvo en guarderías hasta aquellos años en los que debía pisar un colegio y, si bien había adquirido cierta formación en casa, necesitaba una ayuda adicional, una institución con maestros que le enseñaran sobre la vida, las artes y las materias básicas para desenvolverse en la sociedad.

Cuando Timothy cumplió seis años descubrió algo que cambió su vida: veía a los chicos de una forma que no sabía explicar, pero que dentro de su cabeza indicaba que era de un modo especial y diferente.

—¿Por qué me parecen lindos los niños? —preguntó una tarde con toda la inocencia que lo caracterizaba.

—Todos somos hermosos y hermosas ante los ojos de Dios —le respondió su mamá.

—Pero las niñas me parecen feas y desagradables —refutó el pequeño.

—No digas esas cosas —le reprendió Abigail—. Las niñas deben gustarte es lo normal y, tal vez, en unos años cuando seas más grande puedas tener una novia, pero eres muy pequeño para pensar en eso, concéntrate en tus estudios.

Si bien tenía muchas razones para contradecir a su madre, el pequeño Timothy optó por el silencio y decidió descubrir lo que sentía por su propia cuenta.

Cinco años más tarde, Tim tenía bastante claro que le gustaban los niños. Por un parte, su mamá creyó que se trataba de un simple capricho de un chico que comenzaba a crecer, e, incluso, de mera curiosidad típica de alguien pequeño que comienza a descubrir el mundo que le rodea. Ante este panorama, le confesó a Benjamín una tarde sobre sus gustos y, ante este hecho, recibió una bofetada.

—¡Te deben gustar las mujeres! —gritó su padre—. Si no lo haces, Dios te odiará y el mundo también lo hará.

Ante dicha reprimenda. Timothy se refugió en su soledad, además, no podía controlar sus ademanes y prefería pasar el tiempo con las niñas porque eran más delicadas al jugar y todo ese ambiente femenino lo hacÍa sentir más seguro y cómodo. Con ello, llegó el sufrimiento. Sus compañeros de colegio no paraban de molestarlo y siempre era víctima de burlas y abucheos. Si su mamá y su papá no lo entendían, ¿quién lo haría?

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