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(1536)

Eran un día festivo para los otomanos, La fiesta de Eid traía felicidad al palacio de Topkapi pero toda lo contrario era en los aposentos Reales.

El ambiente en los aposentos del Sultan era denso, cargado de una tensión que se podía cortar con un cuchillo. Suleimán, con el rostro endurecido por la ira, se paseaba de un lado a otro, sus manos apretadas en puños. Farya, sentada en un suntuoso sofá, mantenía la mirada fija en el suelo, sus labios apretados en una línea fina.

— ¡No entiendo tu terquedad, Farya! — exclamó Suleimán, su voz resonando con furia. — ¡Te he ofrecido la oportunidad de vivir una vida de lujo y placer, de tener un harén a tu disposición, de disfrutar de la vida sin preocupaciones! ¿Por qué te empeñas en esto?

Farya levantó la mirada, sus ojos azules llenos de tristeza. — Padre, no es que no desee el trono, es que no lo quiero. No me interesa la política, ni las guerras, ni el peso de la corona. Quiero una vida tranquila, una vida de amor y de paz.

— ¡Pero eres mi hija mayor! — replicó Suleimán, su voz subiendo de tono. — ¡Eres la heredera legítima del imperio! ¿Cómo crees que reaccionará la corte otomana ante esto? ¡No puedes simplemente renunciar a tu derecho de nacimiento!

— ¿Por qué no puedo? — preguntó Farya, su voz suave pero firme. — ¿Por qué tengo que vivir una vida que no deseo? ¿Por qué tengo que sacrificar mi felicidad por el trono?

— Porque eres una princesa Otomana — dijo Suleimán, su voz llena de amargura. — Porque tu destino está ligado al destino del imperio.

— ¿Y qué hay de mi destino? — preguntó Farya, levantándose del sofá. — ¿Qué hay de mis sueños, de mis aspiraciones? ¿No tengo derecho a elegir mi propio camino?

— ¡No! — gritó Suleimán, su rostro contorsionado por la ira. — ¡No tienes derecho a elegir! Tu destino está escrito! Eres la futura Sultán del imperio Otomano, y no hay nada que pueda cambiar eso.

— Entonces, padre, me niego — dijo Farya, su mirada desafiando a su padre. — Me niego a ser la Sultán. Me niego a vivir una vida que no deseo, me niego a perderme en el poder, no quiero volverme una tirana o morir joven por el nido de serpiente que codician el trono.

Suleimán se quedó en silencio, sorprendido por la determinación de su hija. Nunca antes había visto a Farya tan decidida, tan rebelde.

— Retírate de mis aposentos — dijo Suleimán, su voz resonando con un tono de derrota. — Y no te atrevas a aparecer ante mí hasta que no cambies de opinión. Desde ahora dirigiras la provincia de Bursa ya no estarás en Manisa, Si no quieres ser la princesa de la corona, entonces no lo serás. Pero no te quiero ver, después de que pasé el Eid y te despidas de tus hermanas partiras a tu nueva provincia y no regresaras a la capital hasta que yo te lo ordene.

Farya se inclinó ligeramente y se retiró de los aposentos, dejando a su padre solo con su furia y su decepción.

Suleimán se dejó caer en un sillón, su rostro pálido y sus manos temblorosas. Nunca había imaginado que su hija mayor, la princesa Farya, la heredera legítima del imperio, se negara a aceptar su destino ¿Qué significaba esto para el futuro del imperio Otomano? ¿Y qué significaba para su relación con su hija?

El silencio en los aposentos era ensordecedor. Suleimán se quedó solo con sus pensamientos, con la incertidumbre del futuro y con la amargura de la decepción.

(.....)

El sol de la tarde se filtraba a través de las ventanas de los aposentos de la Valide sultan que ahora eran de la Pelirroja, bañando el suntuoso espacio en un cálido resplandor dorado. Hürrem, la Haseki del Sultán Suleimán, se sentaba en un sofá de terciopelo rojo, rodeada de lujos y comodidades. Su rostro, marcado por el paso del tiempo, aún conservaba la belleza que la había cautivado al Sultán tantos años atrás.

Guerra Por El TronoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora