Son delicadas, hacen que vuele cualquier ave herida. Es la delicadeza con la que coge tus sueños y los acuna, queriendo cumplir cada uno de ellos pero sin dañarlos. Es la delicadeza con la que te acarician, sintiéndote cuál cristal en sus manos. Delicadeza, miedo a romperte, a dañarte.
Son tan delicadas como irreales, cuando se entrelazan con las mías y acarician levemente con el pulgar, dibujando círculos de cariño, de delicadeza. Círculos interminables, indefinidos, irresistibles.
Delicadas como una bella rosa, que aguanta la tormenta, tan bella por fuera, pero punzante al acariciarla, delicada como una noche de verano, en la que la suave brisa ondea tu vestido largo. Esa noche en la que cae una copa, dos, tres, empiezas a recordar, acabas volviendo a casa con los tacones en las manos, pero con la misma delicadeza con la que partiste.
Delicadas con pasión, como una noche lenta, pero a la vez agotadora, como la presión justo antes del púrpura. Como un ave sin alas que, lentamente, busca cobijo para pasar la noche, siendo pisoteada por todas las demás que, con las alas intactas, se aprovechan de su debilidad.
Eran delicadas cuál margaritas, que, adornando el jardín, esperan a que alguien se fije en ellas, en su delicado color, en su delicadeza en sí. Y aunque nadie lo ha hecho todavía ellas aguardan pacientes el momento en el que alguien se percate de su belleza.
Siguen siendo delicadas, aquellas que, aún habiendo pasado mil tormentas no pierden esa textura, ese brillo, la delicadeza.
De entre todas las más delicadas, yo elegiría siempre las suyas, que han sabido arroparme sin pedir nada a cambio, que han sabido guardarme del frío, de la crueldad del mundo. Que han sabido guardar a esta pobre ave sin alas de las demás. Que me han dado casa, caricias y calor.
Esas delicadas que me llenaban de pasión en cada roce.
Porque se trata de la delicadeza y no importa cuántas vidas pasen, yo siempre elegiré tu belleza, y sobre todo de esas manos, la delicadeza.