Acto 38

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El reencuentro de Hanako con su padre fue incómodo, entraban ambos Furukawa a la vieja residencia familiar, entre el silencio y dolor de la pérdida de lo qué más había amado, Kobayashi mantenía una expresión que podía deducirse como indiferencia, sin embargo Hanako conocía realmente lo que significaba, «la pena y de la desesperación de quién pierde lo que en nosotros y en el mundo ha estimado más». Ambos acordaron una tregua silenciosa en la cual sobrellevarían sus diferencias dada la gravedad de la situación, empero la tristeza y el vacío que los embargaba era palpable. Después de todo esa mujer de ojos jade era sin lugar a dudas el ancla de la familia, algo que ninguno de ellos había visto, hasta ahora, que ya no estaba. Hanako se pasó toda la noche haciendo los preparativos para el funeral de su madre, mientras Noriko se encargaba de llamar a las personas más relevantes, la lealtad de esa mujer de ojos marrones era inquebrantable, pese a lo devastada de la situación, pese a su propio dolor, ella se mantenía leal, pues era ahora la hija de esa mujer de ojos jade qué la necesitaba.

A la mañana siguiente, la ceremonia tuvo lugar en el templo Nozomi. En la entrada, Hanako y su padre recibían los respetos de todos los que llegaban. La tensión entre ellos era evidente, pero se mantenían firmes, unidos en su dolor. Llegaban los mejores amigos de esa chica, verlos en ese preciso instante la animaba mucho, ambos la abrazaban con gran afecto, entendían la difícil situación que llevaba a cuestas.

—Hanako, ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? ¿Has dormido?

—No Naomi, ha sido una noche larga, los preparativos, lo repentino de todo —bajó su mirada, perdiéndose en sus palabras—, apenas el jueves hablamos, se suponía que hoy nos veríamos, que hoy se llevaría a cabo su plan, hace nueve años que no la veo, Naomi, quiero a mi mamá. —Lagrimó.

—Lo sé —susurro.

Kaito se acercó a ella y la abrazó con fuerza, Hanako hundía su cara en su pecho, no se atrevía a mostrar su dolor, se limpiaba rápidamente sus lágrimas y se alejaba de su mejor amigo, asintiendo repetidas veces, ambos le sonreían un poco, e ingresaban al recinto.

La melancolía en esa chica que hoy cumplía veintisiete años era grande, se perdía entre tantas personas y tantas condolencias, no sabía a quién le contestaba y a quién le agradecía, pero sí sabía que se le estaba yendo la vida en ello.

—¿Eres feliz, Hanako?

—Sí, padre, lo soy.

—Nagi siempre me contó que estabas sonriente, que le contabas con emoción tus días.

—Hablábamos una vez por semana, nos reíamos mucho, nos decíamos mucho, nos aprendimos a conocer…

—Me alegra que conocieras a la Nagisa que tanto amo.

—¿Y usted, padre? ¿Es feliz?

—La felicidad es subjetiva hija, pero he aprendido a valorar los buenos días, a aprovechar los buenos tiempos, avanzando… Poco a poco un poco más.

—¿Logré decepcionarlo de algún modo, padre?

—No hija, no lo hiciste… Pero me asusto creer que cometerias nuestros mismos errores, y no actúe de la mejor manera, y luego Nagi intentó tantas veces decirme lo que era evidente, pero cientos de veces me negué a ver…

Hanako suspiró un poco, pretendía responder a su padre, sin embargo se acercaba hasta ella un hombre alto de cabellos castaños, ojos miel, y seductora sonrisa que la miraba con gran ternura, abrazándola, besado suavemente su cuello. Hanako en ese instante se deshizo, se dió cuenta qué nunca le contesto las llamadas, que nunca le dijo nada, que prácticamente lo había abandonado a él en Hong Kong, arrepentida se aferraba con fuerza de su cuello, susurrándole un tanto entrecortado.
—Perdóname lobito, yo… yo…

Di mi nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora