En una llanura al pie de las montañas, una fogata ardía con fuerza. Cerca de ella, un hombre observaba las llamas; el fuego iluminaba solo su boca, mientras el resto de su rostro quedaba en sombras bajo su sombrero.
El hombre se mantuvo inmóvil, sin inmutarse ante las fuertes pisadas que se acercaban.
No levantó la mirada cuando la enorme criatura se plantó frente a él, acercándose para que las llamas iluminaran su horrendo rostro.
— ¿Qué hace un idiota como tú en MI territorio? —cuestionó, rascándose el trasero.
El hombre simplemente tomó una rama y la usó para mover las brasas de la fogata.
— Oh, veo que la hospitalidad no es tu fuerte. ¿Así es como recibes a todos tus invitados, o solo a aquellos que te superan en inteligencia? —comentó mientras movía las brasas con la rama.
El gigante pisoteó la fogata y luego rugió hacia el hombre, haciendo que su sombrero saliera volando.
— ¡No me insultes, maldito anciano! —gruñó, levantando su pata de palo, listo para dejar caer sus desechos sobre el hombre.
Pero cuando sus desechos cayeron, el hombre había desaparecido.
— No le insulte, solo señale lo obvio —dijo el hombre, mientras recogía su sombrero—. Y déjame decirle, señor, que es un pésimo anfitrión —se quejó.
El gigante parpadeó y miró al hombre, así como al lugar donde había estado momentos antes.
El hombre no pudo evitar reírse ante la reacción del gigante.
— Vaya, pensé que lo del cuerpo grande y cerebro pequeño era solo una broma —dijo el hombre, conteniendo la risa—. Pero bueno, ¿qué se le va a hacer?¿No?¿Eres el Patetarro? —preguntó, señalándolo.
— ¿Eres un brujo? —preguntó el Patetarro mientras se colocaba de nuevo su pata de palo.
— Me considero más un idiota que se tomó veneno pensando que era agua —dijo, rascándose la barba—. Pero como soy un caballero y tú, un ignorante —continuó, haciendo una pequeña reverencia—, soy Edgar Plata, tu verdugo o carcelero, como prefieras —añadió, sonriéndole al monstruo.
— Tú... —comenzó el monstruo, estallando en carcajadas—. ¡¿Capturarme?! No me hagas reír —exclamó entre risas.
Edgar desvió la mirada y murmuró— Bueno, sí podría ser más feo.—Le fue fácil esquivar el tronco que le lanzaron.— Qué modales —se quejó mientras caminaba hacia el Patetarro.
Antes de que el gigante pudiera levantarse, sintió que algo lo mantenía en el suelo. A pesar de que intentaba usar toda su fuerza, terminó de nuevo en el suelo.
Levantó la mirada y vio con odio al hombre, que ahora se había quitado el sombrero y le sonreía.
— Oye, no me mires así —dijo Edgar, agachándose hasta estar a la altura de la cabeza del gigante—. No te maté, ¿verdad? —comentó.
Sin más, el hombre de cabello blanco se levantó y sacó un pequeño dispositivo de su chaleco. Al activarlo, comenzó a parpadear con una luz amarilla.
— Ya llegará nuestro transporte —comentó, recostándose en el suelo y usando un tronco como almohada—. Despiértame cuando lleguen —añadió, cubriendo su rostro con el sombrero.
[...]
Un avión de gran tamaño llevaba al gigante enganchado en su parte inferior.
— ¿Alguien puede recordarme por qué llevamos al apestoso colgando? —preguntó Edgar, sentado.
— Es una forma de evitar que cause daños dentro del avión y asegurar su eliminación de manera efectiva —explicó una agente que estaba sentada a su lado.
— ¿Usarían el mismo método conmigo? —cuestionó, curioso, mientras miraba a la agente.
— Es más probable que te encadenemos y te arrojen a un volcán —respondió otro agente, sentándose a su lado.
— ¿Debería sentirme ofendido o halagado? —los agentes lo miraron extrañados—. Lo digo porque me ofende que piensen que un poco de lava me va a matar, y me halaga que quieran hacerlo de una forma tan creativa —explicó, jugando con su sombrero.
— ¿No sería más fácil que te suicidaras? —preguntó la agente, mirando a Edgar.
— Lo intenté y fallé —respondió con desdén, haciendo desaparecer su sombrero—. Me rendí en el intento número 999 —agregó.
— Te faltó motivación —negó el agente.
— Más bien me faltaron métodos —replicó el mayor.
Así, durante todo el viaje, siguieron hablando hasta que llegaron al hangar.
Sin embargo, antes de que Edgar pudiera poner un pie en el suelo, su teléfono comenzó a sonar. Gruñendo, decidió atender la llamada.
— Jefe, no me haga volver a salir, recién acabo de llegar —se quejó, alejándose un poco del teléfono—. Oiga, no estoy sordo para que me ande gritando —comentó. — Señor, me tomó una semana llegar hasta el idiota que capturé, quiero ir a dormir —hizo una mueca y suspiró—. Bueno, iré, pero quiero un aumento —dijo antes de colgar la llamada—. Debo cobrar más por este trabajo.
Sin más, regresó al avión y se sentó mientras despegaban de nuevo.
— ¿A dónde, don Edgar? —preguntó el piloto por el altavoz.
— Ya te envié las coordenadas, solo despega que quiero dormir —respondió, acomodándose en su asiento.
— A la orden —respondió el piloto.
Sin más, el avión salió de la base, desapareciendo entre la niebla que cubría la cordillera.