Cuarto viernes

36 7 22
                                    

—¿Leo? —la voz la reconozco a duras penas.

Me gustaría decir que sé dónde estoy pero hace un rato que he perdido la noción del espacio tiempo. Cuando me giro después de dejar de bailarle a esa chica veo el pelo plateado que me ha robado el sueño más de una noche.

—Aaaaanda —digo sin saber ni por qué —, eres tú.

—¿Estás bien? —creo que está preocupada por la expresión de su rostro pero, a decir verdad, las luces no me dejan verla del todo bien

—Sep —respondo y le doy otro trago a mi bebida.

—No lo estás.

—¿Y tú qué sabes? —le espeto.

No le respondo, dejo la copa sobre la barra y me voy dando tumbos por toda la sala, pero no encuentro a nadie de los de mi grupo. Miro el móvil y son más de las tres de la mañana. A estas horas estarán en algún rincón metiéndose mano con alguien, pidiendo otra copa o de camino a casa tras hacer bomba de humo.

Me apoyo en la pared y veo como todo da más vueltas de las que me gustaría. He bebido mucho y estoy todo sudado de los saltos que he pegado con cada canción, no sé ni a qué personas le he bailado pero creo que a alguna le he tirado la copa porque apesto a ginebra. No quería verla a ella, hoy no. No tengo el humor para jugar a su estúpido misterio. Ni si quiera me apetecía salir pero después de ese mensaje de mierda me han entrado ganas de beber.

Busco la salida y, hasta que no soy capaz de centrarme en esa puerta, no comienzo a andar. Subo las escaleras como puedo, tratando de evitar chocarme con la gente y salgo para que el aire me devuelva un poco la paz. Pero no lo consigue.

Noto la mirada de los seguratas en mi nuca pero no me giro, me apetece desaparecer al girar la esquina y echar la pota en el primer árbol que encuentre.

—¿Leo? —noto una mano en mi espalda y una voz femenina que ya he escuchado hace poco —. Vamos.

—No tengo —me aguanto la primera arcada —ganas de tus juegos.

—No estoy jugando, Leo.

Me resulta imposible responder porque mi cuerpo decide que es hora de dejar salir todo el alcohol que he ingerido durante la noche. No sé cuántas copas he pedido, he perdido la cuenta a la cuarta. Y los chupitos han ido pasando por delante de mí sin darme tiempo a que supiera de qué eran.

—Tranquilo —no se aparta ni un milímetro de mí, su mano sigue sobre mi espalda mientras estoy inclinado, apoyando mi mano en el tronco del árbol —. Te sentará bien vomitarlo todo.

Trato de calmarme cuando siento que ya no puedo seguir echando nada y me incorporo despacio. Me ofrece un pañuelo y una botella de agua que acepto sin dudar.

—¿Estás mejor? —asiento —. Me alegro —me sonríe y todas las preguntas que tengo pendientes en mi cabeza vuelven, pero no sé si soy capaz de formular una frase con sentido ahora mismo —. Deberías sentarte un poco.

—Me viene mejor caminar.

—De acuerdo, pues vamos.

—Puedo solo —no sé ni por qué lo digo.

—Lo sé, pero poder no significa querer.

Comenzamos a andar sin rumbo y en silencio. Mi cabeza todavía me da vueltas de vez en cuando y me paro un par de veces porque las arcadas vuelven, pero mi cuerpo ya no tiene nada más que echar fuera. Ella me acompaña todo el rato sin apartarse de mí. Quiero saber tanto de ella... pero hoy no es un buen día, hoy solo quiero olvidar todo.

Tras una hora caminando sin ningún destino, llegamos a un banco donde nos sentamos. Me invita a tumbarme y apoyar mi cabeza en sus piernas.

—¿Segura? —es lo único que digo.

—Mientras no me vomites —responde con una sonrisa.

Me tumbo como me dice pero me quedo bocarriba, mirándola desde ese punto y ella me acaricia el pelo, mirando de vez en cuando a la nada y a veces a mí. Mi cabeza me devuelve las imágenes de ella bailando en mitad de la pista, sin que nadie le preste atención pero robando la mía.

—¿Existes?

—Suenas a un completo borracho —me mira y su carcajada me hace vibrar.

—Lo estoy.

—De eso no tengo ninguna duda, Leo.

—Sigo sin saber tu nombre —frunzo el ceño como si eso me enfadara.

—Y si te lo digo ahora mañana no lo recordarás.

—¿Segura?

—¿Por qué te interesa tanto saber mi nombre, Leo? —pregunta con sus ojos negros clavados en los míos.

—¿Por qué siempre estás cerca de mí?

—Casualidad.

Pongo los ojos en blanco y ella vuelve a mirar a la nada.

—¿Por eso sigues aquí?

—Me importas.

—No me conoces.

—Sí lo hago.

—No —digo levantándome rápidamente —. No me conoces —me enfada más de lo que debería.

—¿Seguro? —se pone en pie y su mirada me vuelve a atravesar —. Porque yo creo que tus ojos dicen mucho más de lo que piensas, Leo. No te apetece una mierda estar en esa discoteca, bebes porque alguien te pone la copa en la mano y no hay cojones a rechazarla, tus semanas son monótonas y tienes algo que no te deja ni dormir, por eso aceptas cada viernes venir aquí.

—¿Y eso lo sabes solo por verme vomitar?

—Lo sé porque te llevo viendo varias semanas y...

—¿Y a ti qué coño te importa cómo me sienta?

—Tienes razón —parece que se encoje sobre sí misma y da un paso hacia atrás —. No sé ni por qué me interesas.

Se da media vuelta y se marcha, no dice nada más y quiero ir tras ella pero mis piernas avanzan mucho más lentas que las suyas.

—Perdona —digo en alto con la esperanza de que me escuche —. Perdona —repito cuando se para en seco y avanzo hasta ella.

Acaricio su hombro desnudo y dejo caer mi mano hasta la suya. Escucho un sollozo y doy un par de pasos para quedar frente a ella.

—Lo siento, es que...

—Me recuerdas a alguien —dice respirando hondo y mirándome de nuevo —, y tienes su misma mirada.

—¿Cómo?

—Olvídalo, Leo, nos vemos.

No me deja responder, no dice nada más, me esquiva y se marcha. Esta vez no consigo moverme del sitio, no puedo seguirla por mucho que lo desee. Observo como su figura se va difuminando entre las luces hasta que termina por desaparecer.

La cabeza no para de darme vueltas, miro el móvil y responde la llamada que comienza a sonar de alguno de mis colegas.

—¿Dónde coño estás?

—No tengo ni puta idea. 

AlondraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora