Capitulo 3

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Ha pasado una semana desde que tuve que despedirme de mi madre para siempre. Mi padre tuvo que volver a Washington por asuntos de trabajo y, aunque prometió volver pronto, yo me quedé sola por completo. Algunas noches, mi amiga Alice se queda a dormir en casa; la verdad, desde lo que pasó, me ha apoyado más que nunca.Para mi suerte, ya acabaron las clases, así que, como cada viernes, me encuentro caminando a la clínica de mi psicóloga, que no queda muy lejos. Siempre me ha gustado caminar; es algo que me relaja y me mantiene en forma. Así no dependo de un coche. Voy caminando a donde quiera siempre que esté cerca.
El camino se hizo corto al ponerme a pensar en cosas agradables, como me ha dicho que debo hacer Adele. Solo hemos tenido una sesión, pero ha sido suficiente para sentirme a gusto con ella. Ya estoy muy cerca de llegar, pero algo llama mi atención: unos sonidos aterradores de golpes y gemidos de dolor que provienen de un callejón, el cual está muy oscuro, por lo que no percibo de qué se trata hasta el instante en que me acerco un poco.Tres hombres corpulentos y altos golpean a un chico delgado y un poco más pequeño que ellos. Aun así, se ve diminuto ante aquellas tres bestias que no paran de pegarle. No reconozco al pobre individuo, pero eso no evita que haga algo.
—¡Ayuda! —grito, captando la atención de las personas a mi alrededor—. ¡Ayuda, por favor! Tenemos que hacer algo o si no lo matarán.
Luzco desesperada y un hombre con pelo blanco que aparenta más de cuarenta años se acerca cauteloso a mí.—¿Estás bien? ¿Qué ocurre? ¿Quién morirá? —dice amable y un poco preocupado.
—Él —señalo al callejón y aquel hombre parece comprenderlo. Toma su móvil y marca un número—. Por favor, haga algo.—Cálmate, ¿vale? —dice con el móvil en su oreja. Cuando alguien habla del otro lado de la línea, menciona la dirección donde nos encontramos y luego cuelga—. Por favor, haga algo...Y no tuve que decir nada más para que aquel hombre se adentrara en el oscuro callejón donde aún estaban aquellos tres hombres golpeando al chico. Sin pensárselo mucho, el hombre de pelo blanco le proporciona un fuerte golpe en el estómago a uno de ellos. Este hecho lo dejó un poco débil y cayó al suelo retorcido en dolor. Pensé que ya habría ganado el señor, pero había dos más, y estos no dudaron en tomarlo de cada brazo; ahora, el que había recibido el puñetazo se levantó y comenzó a golpearlo con mucha fuerza. No, por Dios, no. Ahora también había condenado al pobre hombre. Siempre que intento mejorar algo, lo empeoro mucho más.
Una patrulla se estaciona en la calle y policías entran al lugar; no sé cómo ocurre todo porque hubo mucho alboroto, pero solo sé que del callejón salieron los tres hombres esposados, el señor de pelo blanco con ayuda de un policía y el chico golpeado inconsciente. Al mirarlo ahora, me doy cuenta de que se trata de Bruno, el repartidor suicida. Por lo que quedó claro aquella noche, él y mi padre son algo así como enemigos, o al menos eso fue lo que se me dio a entender. Pero eso no significa que igual sea mi enemigo; no lo conozco para juzgarlo y, al parecer, es alguien con muchos problemas. Al parecer, necesita ayuda.
—¿Son familia? —me interroga uno de los paramédicos que habían llegado en una ambulancia al mismo tiempo que la patrulla de policía, al verme observándolo con cara de horror mientras lo sacan del lugar.
—Sí... —miento—. Somos... este... eh...
—¿Hermanos? —pregunta y yo asiento. Ahora cualquier cosa me vale.
—Se parecen mucho.
Eso ni tú te lo crees. Yo soy pelirroja de ojos azulados y él es rubio de ojos grises.
—Sí —le doy una sonrisa de lado y lo sigo para subir a la parte trasera de la ambulancia junto a él. La ambulancia se pone en marcha y enseguida el paramédico se pone a lo suyo, mientras que Bruno no hace más que retorcerse de dolor hasta que le administran un calmante y se queda dormido.
—¿Cómo se encuentra? —pregunto.
El hombre me mira y se detiene en mis ojos por unos segundos hasta que sale del trance.
—Eh... está bien. Pudo ser peor. Solo deben revisarlo y le darán de alta. No presenta índices de fracturas.
—Me alegro mucho —digo
—No hay de qué preocuparse. Mejorará.
Él vuelve a mirarme directo a los ojos y yo solo aparto la vista hacia el chico suicida.
Llevo alrededor de diez minutos sentada en la silla junto a la cama de hospital que le otorgaron a Bruno. Aún no despierta desde que le dieron el sedante. Hace un rato lo examinaron y, efectivamente, como dijo el paramédico, no hay de qué preocuparse y en cuanto despierte podrá irse.
—Señorita, puede venir —me llama una enfermera desde la puerta.
Me paro de la silla y dirijo mis pasos hasta ella.
—¿Ocurre algo? —me coloco delante de ella, haciendo que tenga que mirar hacia arriba para verme, ya que es de baja estatura.
—No, solo tiene que firmar unos documentos para que le podamos dar de alta a su hermano.
Debido a aquella mentira de que yo y Bruno éramos hermanos, tuve que decir que se apellidaba Maxwell igual que yo. No sé qué pasará cuando mi padre se entere de eso, ya que al parecer no se llevan nada bien.La enfermera me dirige hasta la recepción de la planta y me extiende unos documentos que firmo de inmediato, rezando porque no despierte Bruno y se largue.
—¿Ya está todo listo? —pregunto y ella asiente.
Rápidamente hago el mismo recorrido de regreso a la habitación, pero antes de llegar veo a un hombre salir de la habitación. Llevaba una cazadora negra que se alargaba hasta las rodillas, sus ojos cubiertos con gafas oscuras y el cabello rubio que le caía por debajo de las orejas, tapando su rostro. Su estatura de aproximadamente 1.80 y aparentemente podría decir que no pasaba los cuarenta años.
Me apresuro a llegar a la habitación. Al entrar, me encuentro a Bruno sentado sobre la cama, con cara de espanto y con la respiración entrecortada. Las gotas de sudor corren por su rostro, haciendo que pequeños mechones de cabello se peguen a su frente.
—¿Qué ocurre? —reclamo saber, a pesar de no conocerlo de nada.
—No, no es nada —dice, controlando su respiración y tragando grueso—. Solo tuve una pesadilla —aparta la vista.
—¿Quién era ese hombre? ¿Qué te ha hecho? —lo miro, pero él no hace el intento de mirarme. Sin embargo, toma su ropa y comienza a vestirse.
—¡Dime algo, por favor!—¿Qué quieres que te diga, joder? No sabes nada. Ni siquiera sabes quién soy. No sabes tan siquiera quién eres tú.
Toma su chaqueta y, al levantarla, cae una nota al piso. Me apresuro a tomarla. Siempre he tenido ese defecto: ser curiosa. Y, pues... la curiosidad mató al gato.
“Debes morir o morirá alguien a quien amas. ¿Qué tal Fany? P.D.: Tu fin."
Leo la nota y miro a ese chico suicida por primera vez desde la comprensión. Recuerdo haber pensado que era tonto por querer acabar con su vida, pero en una situación así, en la que te dan a elegir entre tu vida o la de alguien que amas, creo que elegiría morir yo.
—L-lo siento —solo soy capaz de articular esas dos palabras.
Él cae sentado en la cama y su rostro se llena de dolor.
—No debías saberlo —se golpea la cabeza una y otra vez con la palma de su mano, comenzando a derramar lágrimas—. No debías saberlo. —repitiendo el acto con sus manos.
Yo lo observaba mientras se sumía en la frustración y el desenfreno. Solo llegué a algo: tenía que saber por qué no debía saberlo.
—Detente —le pido, acercándome a él e inmovilizando sus manos para que no continúe golpeándose
—Estoy jodido, Abby —parece volver a ser él mismo y me sorprende escuchar mi nombre dicho por él, ya que jamás le había mencionado que me llamaba así.
—Cuéntame, me lo puedes decir. Yo te ayudaré —muestro comprensión y apoyo—. Eso es lo peor, ¿sabes? Que tú estás más jodida que yo. Solo nos podemos salvar el uno al otro.

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