II

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Sara se despertó con el mismo escalofrío que había sentido el día anterior, pero esta vez fue aún más fuerte, como si la habitación entera estuviera impregnada de una frialdad antinatural. Abrió los ojos lentamente, con el corazón latiéndole en la garganta, y miró a su alrededor. La luz de la mañana se filtraba por las persianas, bañando la habitación en un resplandor pálido.

Extendió la mano hacia el lado de la cama donde Hugo solía dormir, pero solo tocó las sábanas frías y desordenadas. Su ausencia la llenó de una sensación de incomodidad, mucho más intensa que la simple preocupación.

—Hugo... —llamó en un susurro, pero su voz se perdió en el silencio de la habitación.

Esperó unos segundos, conteniendo el aliento, pero no hubo respuesta. El familiar aroma a café recién hecho, que normalmente la recibía por la mañana, no estaba. Se sentó en la cama, su cuerpo pesado por una sensación de déjà vu, y decidió levantarse para buscarlo.

El baño estaba vacío, al igual que el pasillo. Sara se dirigió a la cocina, pero al llegar, la encontró en un estado inusual. La cafetera estaba apagada, las tazas limpias y guardadas, como si nadie hubiera estado allí esa mañana. El silencio era ensordecedor, interrumpido solo por el suave zumbido del refrigerador.

—Hugo —llamó otra vez, más fuerte esta vez, pero de nuevo, no hubo respuesta.

Un nudo de ansiedad se formó en su estómago mientras recorría la casa, revisando cada habitación. Todo estaba en su lugar, pero la ausencia de Hugo era un vacío que lo consumía todo. La casa, que antes se sentía acogedora y familiar, ahora le resultaba extraña, casi hostil.

Finalmente, después de buscar en vano, decidió salir a la calle. Se vistió rápidamente, tratando de ignorar la creciente sensación de que algo estaba terriblemente mal. Al abrir la puerta de su apartamento y salir al pasillo, fue recibida por un silencio aún más inquietante. No había ningún sonido de televisión, ninguna conversación, ni siquiera el ruido de las tuberías o de los vecinos. Solo un silencio sepulcral.

Bajó las escaleras, sintiendo que cada paso resonaba demasiado fuerte en el vacío. Al llegar al vestíbulo del edificio, lo encontró completamente desierto. No había señales de sus vecinos, ni siquiera de la portera que siempre estaba sentada en su pequeño escritorio.

Empujó la puerta principal y salió a la calle, solo para descubrir que la ciudad, normalmente bulliciosa a esa hora de la mañana, estaba desolada. No había coches en movimiento, ni personas caminando por las aceras. Los semáforos parpadeaban en su ciclo habitual, pero no había nadie para cruzar las calles.

Sara caminó unos pasos, sintiendo que el mundo entero se había transformado en una especie de escenario vacío, una versión fantasmal de la realidad que conocía. Se detuvo en medio de la calle, girando sobre sí misma, tratando de comprender lo que estaba viendo. El paisaje urbano estaba intacto: los edificios se erguían imponentes, las tiendas estaban cerradas pero no abandonadas, y los árboles en las aceras se mecían suavemente con el viento. Sin embargo, la ausencia total de personas, de vida, era asfixiante.

—¡Hola! —gritó, su voz resonando en el aire—. ¿Hay alguien ahí?

Solo el eco le respondió.

El miedo se apoderó de ella, más fuerte que nunca. No podía entender lo que estaba pasando. Se dirigió hacia la plaza cercana, esperando encontrar a alguien, a cualquiera, pero la encontró tan vacía como el resto de la ciudad. Los bancos estaban desiertos, y la fuente, que normalmente era un punto de encuentro, estaba apagada.

Sara sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de ella. Volvió sobre sus pasos, corriendo ahora, esperando encontrar alguna señal de vida. Pero las calles permanecían vacías, y la sensación de estar atrapada en un sueño extraño y siniestro solo crecía.

Finalmente, se detuvo, jadeando, en medio de una intersección. El sol brillaba intensamente en el cielo, pero no proporcionaba ningún consuelo. Todo a su alrededor parecía congelado en el tiempo, como si el mundo se hubiera detenido y ella fuera la única que quedaba.

—Esto no es real —murmuró para sí misma, tratando de convencerse de que pronto despertaría, de que esto no podía ser más que una pesadilla.

Pero el frío que sentía en su piel, la dureza del suelo bajo sus pies, y la desesperación en su corazón le decían lo contrario. Todo era real, y lo que significaba esa realidad era algo que Sara aún no podía comprender.

Miró a su alrededor una vez más, buscando alguna señal, algún indicio de lo que debía hacer a continuación. Y entonces, en el silencio absoluto, escuchó un sonido. Era leve, casi imperceptible, pero claramente distinto del silencio que la rodeaba.

Venía de detrás de ella.

Sara se dio la vuelta lentamente, con el corazón latiendo con fuerza. No había nada visible, solo la calle vacía, los edificios imponentes y el cielo azul. Pero el sonido continuaba, una especie de susurro, como el roce de una tela o el murmullo de una voz lejana.

Comenzó a caminar en la dirección de donde provenía, guiada por esa extraña y suave llamada, con la esperanza, o el miedo, de encontrar finalmente una respuesta.

El laberinto del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora