III

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Sara avanzó con cautela hacia el origen del susurro, sus pasos resonando en el asfalto vacío. El sonido era cada vez más claro, pero aún indefinido, como si estuviera envuelto en la misma niebla que había sentido el día anterior. Finalmente, al doblar una esquina, lo vio.

A lo lejos, bajo la sombra de un árbol, se encontraba un hombre con un abrigo largo y un gorro oscuro que le cubría parcialmente el rostro. Estaba de espaldas a ella, inmóvil, mirando algo que Sara no podía ver desde su posición. El aire alrededor parecía más denso, como si todo el mundo estuviera concentrado en ese punto, esperando.

—¡Oye! —gritó Sara, tratando de mantener la calma mientras avanzaba hacia él—. ¿Quién eres? ¿Qué está pasando?

El hombre no respondió de inmediato, pero cuando Sara se acercó lo suficiente, él giró lentamente la cabeza para mirarla. Sus ojos eran de un gris pálido, llenos de una tristeza tan profunda que casi la hizo retroceder. Había algo en su expresión que la desconcertaba, una mezcla de resignación y compasión que la hizo sentir más vulnerable de lo que ya estaba.

—¿Dónde están todos? —preguntó ella, su voz temblando ligeramente—. ¿Qué es este lugar?

El hombre la observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Finalmente, suspiró, un sonido cargado de una infinita melancolía.

—No deberías estar aquí —dijo con voz suave, casi un susurro, como si le doliera decirlo—. Pero ya es tarde para eso, supongo.

Sara sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero mantuvo la mirada fija en él, esperando una explicación.

—Ven conmigo —dijo el hombre, haciéndole un gesto para que lo siguiera—. Te lo explicaré en mi casa. Aquí no es seguro.

Aunque una parte de ella le gritaba que no confiara en él, otra parte, más fuerte, desesperada por respuestas, la empujó a seguirlo. Sin decir una palabra, caminó tras el hombre, que se movía con una calma que contrastaba con la inquietud que sentía Sara.

Caminaron por varias calles, todas tan vacías y silenciosas como las anteriores. Sara trataba de orientarse, pero todo le resultaba extraño y confuso, como si estuviera en una ciudad que conocía pero que al mismo tiempo era diferente, distorsionada. Finalmente, llegaron a una pequeña casa de aspecto modesto, con un jardín descuidado y ventanas cubiertas por cortinas gruesas.

El hombre abrió la puerta y la invitó a entrar. Sara dudó un momento en el umbral, pero al ver la expresión de resignación en su rostro, cruzó la puerta.

El interior de la casa era cálido, en contraste con el frío exterior. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros antiguos, y un fuego crepitaba en una chimenea en la sala de estar. El ambiente era acogedor, pero también había una sensación de aislamiento, como si esa casa fuera un refugio en medio de un mundo que ya no existía.

—Siéntate, por favor —dijo el hombre, señalando un sillón cerca del fuego.

Sara se sentó, sintiendo el calor reconfortante en su piel, pero sin poder sacudirse la sensación de inquietud.

El hombre se quitó el gorro, revelando un cabello gris y desordenado. Sus ojos, ahora que estaban más cerca, mostraban un cansancio inmenso, como si hubiera vivido mil vidas. Se sentó en una silla frente a ella y la miró con una tristeza infinita.

El hombre suspiró, dejando que sus palabras fluyeran despacio, con la misma calma con la que la observaba.

—Este lugar en el que te encuentras, es lo que algunos llaman el limbo. No es ni la vida ni la muerte, sino un espacio entre ambos, un lugar donde las almas llegan antes de continuar su viaje hacia el cielo o el infierno. Aquí, el tiempo no transcurre como en el mundo que conocías; todo está detenido, atrapado en una especie de eterno atardecer.

Sara lo miró con los ojos muy abiertos, intentando procesar lo que le estaba diciendo. La calidez del fuego no conseguía disipar el frío que sentía en su interior.

—¿Entonces... estoy muerta? —preguntó, su voz apenas un susurro.

El hombre negó con la cabeza, suavemente.

—No, no estás muerta. Pero tampoco estás viva en el sentido que solías conocer. Estás en un estado intermedio, una especie de purgatorio, por decirlo de alguna manera. Las almas que llegan aquí suelen hacerlo porque tienen algo que las retiene, algo que aún no han resuelto en su vida anterior.

Sara sintió que un nudo se formaba en su garganta. No podía recordar nada específico, pero la sensación de que algo importante estaba fuera de lugar se hacía cada vez más intensa.

—¿Algo que no he resuelto...? —repitió, más para sí misma que para el hombre.

—Así es —respondió él, inclinándose un poco hacia ella—. Puede ser una promesa incumplida, un error que no has corregido, o incluso alguien que dejaste atrás. Hasta que eso se resuelva, no podrás continuar. No podrás ir ni al cielo ni al infierno. Estás atrapada aquí, en este limbo, hasta que completes lo que sea que te queda por hacer.

Sara cerró los ojos por un momento, intentando encontrar en su mente alguna pista, algo que le dijera qué era eso que había dejado pendiente. Pero su memoria era como una niebla densa, y cuanto más trataba de recordar, más se perdía en ella.

—No sé qué es —confesó, su voz llena de desesperación—. No sé qué me retiene aquí.

El hombre asintió con comprensión.

—Es normal que no lo recuerdes de inmediato. El choque de pasar de la vida a este lugar puede nublar tus recuerdos. Pero lo descubrirás, Sara. Aquí, las almas tienen una forma de encontrar lo que necesitan saber, aunque a veces lo que descubren no es lo que esperaban.

Sara lo miró fijamente, sintiendo cómo sus palabras calaban profundamente en su ser. Parte de ella aún no quería aceptar lo que estaba oyendo, pero otra parte sabía que lo que decía tenía sentido, aunque no quisiera admitirlo.

—¿Cómo lo encuentro? —preguntó finalmente—. ¿Cómo descubro qué es lo que me retiene aquí?

El hombre la miró con la misma tristeza de antes, como si supiera lo difícil que sería.

—Debes seguir las pistas que este lugar te ofrezca —dijo—. Aquí, todo lo que ves, todo lo que experimentas, tiene un significado. Presta atención a los detalles, a los fragmentos de memoria que puedan surgir. Tal vez ya has visto algunas señales sin darte cuenta. Y cuando finalmente entiendas lo que te ata a este lugar, solo entonces podrás liberarte y continuar tu viaje.

Sara asintió lentamente, comprendiendo que lo que le esperaba no sería fácil. Pero no había otra opción. Necesitaba saber qué la retenía en ese extraño limbo, y hacer lo que fuera necesario para solucionarlo. Solo así podría encontrar la paz, y tal vez, reencontrarse con Hugo y su vida, o aceptar lo que fuera que la esperaba más allá.

El hombre se levantó lentamente, como si llevara el peso de siglos sobre sus hombros.

—No estás sola en esto, Sara. Muchas almas han pasado por aquí antes que tú, y muchas más lo harán después. Algunos encuentran su camino rápidamente, otros no. Pero todos tenemos un propósito, algo que cumplir antes de poder avanzar. Recuerda, las respuestas están aquí, solo tienes que encontrarlas.

Sara lo observó mientras él se acercaba a la puerta, dejándola con sus pensamientos. Sabía que, a partir de ese momento, dependería de ella descubrir la verdad. Aunque aún no sabía qué la esperaba, una cosa estaba clara: no podía quedarse atrapada en ese lugar para siempre.

Se levantó del sillón, lista para enfrentar lo que fuera necesario para liberarse de las cadenas invisibles que la ataban a ese limbo.

El laberinto del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora