El Heraldo del Crepúsculo se movía como una sombra insidiosa, dejando tras de sí un rastro de desolación y penumbra. Sus ataques eran como oleadas de oscuridad que barrían la tierra, sumergiendo pueblos enteros en un crepúsculo eterno, donde la esperanza moría lentamente bajo el peso de una noche que nunca terminaba.
Las estrellas, que alguna vez brillaron como faros en la oscuridad, eran ahora apenas puntos apagados en un cielo sombrío, incapaces de penetrar la densa niebla que cubría el mundo.
El siguiente pueblo que cayó bajo su influjo era un lugar pequeño y próspero, conocido por sus campos verdes y sus cielos despejados. Pero cuando el Heraldo llegó, esos cielos se cerraron, y una niebla oscura comenzó a filtrarse como un veneno, apagando la luz del sol y sumiendo al pueblo en un estado de eterna penumbra.
Los habitantes, que alguna vez vivieron con la calidez del día y la serenidad de la noche, se encontraron atrapados en un crepúsculo interminable, donde ni el descanso ni la vigilia ofrecían consuelo.
El sol, que alguna vez reinó con su luz dorada, fue aprisionado por la oscuridad, como un pájaro en una jaula de sombras. Los cielos, que antes se extendían como un vasto lienzo azul, ahora estaban cubiertos por un manto de gris plomizo, pesado y sofocante. El día y la noche se habían fundido en una penumbra constante, un crepúsculo que robaba la vitalidad de todo lo que tocaba.
Los aldeanos se movían como sombras de sí mismos, sus rostros reflejaban una desesperación profunda, una mezcla de miedo y resignación que se había asentado en sus corazones.
Ya no había cantos de aves, ni risas de niños jugando en las calles; solo el sonido del viento frío que se deslizaba entre las casas como un susurro de advertencia, un recordatorio constante de que la oscuridad había llegado para quedarse.
Las casas, antes llenas de vida, ahora eran como tumbas vacías, sus ventanas cegadas por la niebla densa que cubría el pueblo. Las calles, que alguna vez vibraron con la energía del mercado y la conversación, estaban desiertas, como si los mismos adoquines hubieran olvidado el eco de los pasos que solían resonar sobre ellos.
La gente, prisionera en sus propios hogares, sentía el peso de una tristeza que no podía ser nombrada, una desesperanza que se filtraba en sus almas como la niebla se filtraba en las grietas de las paredes.
Adriel y Miguel llegaron al pueblo justo cuando la oscuridad se asentaba por completo, sintiendo en su interior la tensión que esa penumbra provocaba. Sabían que el Heraldo estaba cerca, que su presencia se hacía sentir en cada rincón, en cada sombra que se alargaba con la llegada del crepúsculo.
Adriel (pensando) Este lugar... es como si el tiempo se hubiera detenido, como si el mundo estuviera atrapado en un momento eterno de desesperación. Debemos hacer algo antes de que esta oscuridad consuma por completo a estas personas.
Los aldeanos, al verlos llegar, levantaron la vista con una mezcla de esperanza y temor. Algunos reconocieron en Adriel y Miguel una luz que había estado ausente durante tanto tiempo, una chispa de vida en medio de la penumbra que los rodeaba.
Habitante del pueblo (con voz débil) - Por favor... ayúdennos. La oscuridad nos está devorando, nos está robando todo lo que somos. Ya no podemos sentir el calor del sol, ya no podemos ver la luz de las estrellas. Estamos atrapados en esta penumbra... y no sabemos cómo escapar.
Miguel, sintiendo la desesperación en las voces de los aldeanos, extendió su luz hacia ellos, envolviendo sus corazones con una calidez que no habían sentido en mucho tiempo. Adriel, guiado por esa luz, se acercó a cada uno de los habitantes, tocándolos suavemente, liberándolos del control del Heraldo que se aferraba a ellos como una sombra tenaz.
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El Heraldo Del Crepúsculo (Tomo II)
FantasiaSAGA LOS CELESTIALES II Después de la devastadora batalla que dejó a Luzbel como el Príncipe de las Tinieblas y a Leonel atrapado en su control, el mundo ha caído en una aparente calma. Sin embargo, Adriel y Miguel, aún recuperándose de la pérdida...