Dos: Nuevo Hogar

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Han pasado apenas unas semanas desde el fallecimiento de mi madre, y aunque la resignación está tardando, he ido aceptando que la vida tiene que continuar. Es duro porque eso no significa que deje de doler.

Llevamos conduciendo cerca de dos horas cuando pasamos por el centro de la bonita ciudad de Puebla. Después de minutos, llegamos a la entrada de una vivienda que al parecer es la del testamento.

– Llegamos – exclama don Ricardo, abogado de la familia, a la par que se baja del auto y va hacia la cajuela para sacar las maletas. – Vamos, hija – dice, esperando a que baje y camina hacia la casa conmigo detrás de él.

La vista desde afuera no está mal, pero estaría mintiendo si dijera que no esperaba algo un poco más… hogareño.

– Bueno, señorita, este es el inmueble que se estipula sea habitado durante un año – dice don Ricardo, dedicándome una sonrisa triste que me esfuerzo por corresponder.

– Gracias – respondo.

Don Ricardo parece notar el nudo que se me forma en la garganta y abandona su posición de abogado respetable para abrazarme.

– Lidian, sabes que tu madre te amó más de lo que pudo expresar, ¿verdad? – pregunta, con la voz entrecortada por el llanto.

Suelto a llorar incontrolablemente en sus brazos. Don Ricardo no me suelta, para mí él no es solo mi abogado, sino el amigo de mi madre y mi segundo padre. El único que de verdad derramó lágrimas de dolor en el funeral de mamá, hace unas semanas.

– Dicen que la pérdida es más llevadera cuando sabes que la persona sufría y lo único que le daría paz es la muerte, pero eso no lo hace menos doloroso – exclama don Ricardo.

– Llora, hija, llora. Por favor, llora hasta sacar todo lo que te duela – me dice, mientras lloramos juntos.

– ¿Por qué, mi? ¿Por qué mi madre? Ella no le hizo daño a nadie, ¡ella siempre fue buena! ¿Verdad que lo fue? – pregunto, desesperada.

– Claro que lo fue, mi niña, pero ella está bien, está en un lugar mejor – responde don Ricardo.

– Pero no está conmigo, ¡yo la necesito aquí conmigo! – grito, llorando.

Después de un rato, don Ricardo se marcha, no por gusto, sino por obligación, ya que tiene compromisos que atender. Una vez sola en la casa, me dedico a explorarla, hasta que la oscuridad de la noche comienza a apoderarse del interior. Es cuando decido encender la luz.

El foco parpadea un poco durante unos segundos antes de iluminar perfectamente la habitación de la planta baja. Sé que debo cenar, pero el apetito está tan enterrado como las ganas que tengo de estar en este lugar.

Voy hacia la ventana que está al lado de la puerta y me quedo parada frente a ella, observando la calle durante un buen rato, hasta que los pies comienzan a doler. Estoy por moverme e ir a dormir cuando una pequeña luz llama mi atención desde la casa que está frente a la mía. Sin notarlo, casi como un impulso, me pego en el vidrio de la ventana, tratando de ver qué es exactamente esa luz, porque la casa está completamente oscura. Lo único que parece iluminar la vivienda es aquella pequeña llama que parece ser la de una vela.

Parpadeo un par de veces y la luz desaparece; intento localizarla, pero ya no hay nada más que oscuridad en esa casa. Con una extraña sensación, me alejo, apago las luces de la planta baja y subo hacia el segundo piso.
Al llegar al final de las escaleras, inicio un largo pasillo, donde al final de este se encuentra un espejo tan grande que abarca toda esa pared. Un escalofrío me recorre al contemplar mi reflejo; camino despacio hasta él, estoy por tocar el cristal cuando el pasillo se queda sin iluminación. Resignada, me meto en la habitación para descansar.

La Maldición Del Tesoro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora