Capítulo 9: Fracturas Invisibles

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Maya se despertó con un sobresalto. Su respiración era irregular, y el corazón le latía desbocado, como si quisiera escapar de su pecho. Las paredes de su habitación parecían cerrarse sobre ella, y las sombras que se proyectaban en la oscuridad de la noche tomaban formas que no deberían. Su mente la arrastraba de vuelta al incendio. El calor abrasador, el humo denso, y las llamas que devoraban todo a su paso. Y, sobre todo, la sensación de impotencia al ver a la mujer regresar a las llamas por algo tan insignificante como un hámster, y después... nada. El estallido, la explosión que la envolvió en un mar de fuego. Y los gritos. Los gritos que resonaban en sus oídos, no solo de aquella mujer, sino también de Alex, su primera novia. Los dos momentos se mezclaban en su cabeza, inseparables, distorsionados por el dolor y la culpa.

Trató de moverse, de escapar de esos recuerdos, pero un dolor punzante recorrió sus brazos. Las vendas apretadas que envolvían sus quemaduras la mantenían inmovilizada, atrapada no solo en su propia cama, sino también en su propio cuerpo. Intentó calmar su respiración, pero no podía sacudirse la sensación de estar otra vez en el incendio. Sus manos temblaban, pero no por el dolor físico, sino por el recuerdo vivo del miedo que había sentido al estar atrapada. Miedo de no salir viva, miedo de no poder salvar a nadie.

El sonido de una puerta abriéndose suavemente la sacó de su espiral de pensamientos. Carina apareció en el umbral, observándola con una mezcla de preocupación y determinación.

—¿Maya? —susurró Carina al entrar en la habitación. Había estado durmiendo en el sofá, pero el más mínimo ruido de Maya la había alertado.

Maya cerró los ojos, queriendo evitar el contacto visual. No quería que Carina la viera así, rota, asustada, vulnerable. Se había pasado la vida construyendo una armadura impenetrable, y ahora todo se desmoronaba frente a la persona que menos quería ver sus debilidades.

—Estoy bien —respondió Maya, pero su voz sonaba quebrada, débil, casi irreconocible.

Carina se acercó a la cama y se sentó en el borde. Extendió la mano para tocarle la frente, pero Maya giró la cabeza, evadiendo el gesto.

—No necesitas hacer esto, Carina —dijo Maya con voz firme, tratando de recuperar algo de control—. Estoy bien. Puedo cuidarme sola.

Carina dejó caer su mano suavemente y la miró con una expresión que combinaba frustración y ternura.

—No, Maya, no puedes cuidarte sola ahora mismo —respondió Carina, manteniendo la calma—. Y no hay nada malo en eso. Las personas fuertes también necesitan ayuda.

Maya apretó los dientes. Sabía que Carina tenía razón, pero aceptar su ayuda significaba aceptar su propia fragilidad, y eso era algo que no estaba dispuesta a hacer. No podía permitirse ser débil. No ahora. No nunca.

—No quiero que me veas así —confesó Maya finalmente, con la voz quebrada por la vergüenza y la angustia. No podía soportar la idea de que Carina la viera como una carga, como alguien débil e inútil.

Carina se inclinó hacia ella, asegurándose de que Maya la mirara directamente a los ojos.

—Maya, no eres débil —afirmó con suavidad—. Has pasado por cosas que la mayoría de la gente ni siquiera puede imaginar. Y sigues aquí, luchando. Pero no tienes que hacerlo sola.

Maya desvió la mirada, luchando contra las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Sentía como si toda su fuerza se evaporara en la presencia de Carina, pero no era algo que pudiera aceptar fácilmente. Estaba acostumbrada a ser la fuerte, la que protegía a los demás, no la que necesitaba protección.

—No puedo ni mover mis manos —murmuró, apenas audible—. No puedo hacer nada por mí misma. Es... humillante.

Carina negó con la cabeza y se acercó más, su voz suave pero firme.

Entre fuego y sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora