Cuando tenía doce años papá me llevó al parque de diversiones. En aquella ocasión me dijo que el abuelo nunca lo hizo con él, por lo que también era su primera vez. Ese día comimos tantos dulces que el estómago se nos hinchó como balones; subimos a la noria, nos reímos en los carros chocones, disfruté más que él de las atracciones de agua e incluso de sus comentarios cuando decía que el castillo del terror no daba miedo, pero que si querían tener éxito debían contratar a la abuela Charlotte, debido a que se ganaría fácil el dinero con su cara arrugada que asustaría hasta los muertos. Desde luego es algo que no pensaba decirle a mamá, puesto que suponía que por el coraje mi hermanita nacería antes de tiempo, más cuando pensaba ponerle el mismo nombre de su madre esperando que con ello perdonara el esposo que había elegido, uno más guapo que adinerado, o por lo menos eso es lo que ella decía.
En definitiva, aquel día había sido sólo de los dos, de bromas cómplices y demasiada perfección, aunque hubo algo que no hicimos, ni siquiera porque estaba de primero en la lista que había hecho mi padre, pero es que ese día ignoré adrede su insistencia de subir a la montaña rusa más grande y aterradora que hubiese visto en mi vida. En realidad y aunque no se lo dije tenía mucho deseo de arriesgarme, pero me pudo más el miedo, fue lo único en lo que pensé y lo resolví prometiéndole que regresaríamos el siguiente año, luego lo arrastré a casa porque quería dedicar las siguientes horas a pasar de nivel en un video juego nuevo, mientras él volvía a su rutina.
No obstante, si hubiera sabido lo que sé ahora jamás hubiera salido del parque de diversiones, hubiera tomado la mano de papá y nos habríamos lanzado por aquella atracción todas las veces que él lo deseara.
Le dije adiós tres meses después, cuando el dinero del seguro ya no alcanzó para que las máquinas lo mantuvieran con vida, después de que una explosión en el trabajo lo dejara en estado vegetativo y que tanto sus pulmones como sus riñones colapsaran.
Desde entonces un sinsabor amargo permaneció en mí, por lo menos así fue hasta que te conocí. Fue cuando en realidad lo entendí, nunca había escuchado tu nombre, ni imaginaba de tu existencia, pero eras tú quien faltaba en mi ecuación de Dirac, por eso y aunque entendía que podía lastimarte te lo pregunté: ¿Te arriesgas a no arrepentirte? Perdóname, porque fui egoísta, no te dije toda la verdad, pero lo necesitaba, incluso más que respirar, debido a que desde el momento en el que entendí que tú eras mí no arrepentimiento lo único que desee es que yo fuese uno de los tuyos, ¿lo soy?, ¿lo seré?
(...)
Rowan Wood, 29 años, Pine Arizona.
Fragmento.
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La danza del tiempo sin arrepentimientos
RomanceEl tiempo puede ser visto como un dictador que convierte a la vida en una rutina un tanto agitada, en ocasiones insatisfactoria, quizá con logros ajenos que cumplir, pero en especial con pocos minutos para disfrutar haciendo lo que realmente deseas...