Capítulo 1.

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Mason

Bajé del auto y cerré la puerta observando la entrada de la iglesia. A esa hora de la noche la calle se encontraba casi desierta, de no ser por algunos autos que todavía pasaban por la calle. Rodeé el auto y avancé con pasos lentos y firmes hacia la entrada. Apreté el anillo con los dedos y caminé hacia dentro. Mis pasos resonaban dentro de aquel recinto, ya que el silencio se hacía presente en cada esquina de aquel hermoso lugar. No era devoto, pero tenía que admitir que la iglesia era hermosa con sus imágenes religiosas bien talladas. Cada detalle era tétrico y maravilloso a la vez.

Cada paso que daba era tortuoso y difícil de dar. Mi pecho se encontraba agitado y los nudillos me dolían todavía. Aún podía oler la sangre en la atmosfera. Aún escuchaba el crujido de los huesos rompiéndose y los gritos suplicando piedad. Yo también pedí piedad y nadie me escuchó, nadie me salvó de ese infierno. Estuve condenado por años, donde todos me veían, pero nadie me prestaba atención. Era cómo un cachorrito con la pata lastimada en una calle transitada a quien nadie quiere ver y todos desvían la mirada para no sentir lástima.

A lo lejos vi al sacerdote que se hacía cargo de esa iglesia, así que avancé hacia él. Creo que me esperaba porque cerró su biblia y se hizo a un lado para que me sentara a su lado. Miré al frente, enfocando la mirada hacia la imagen de Jesucristo con sus brazos abiertos, sus manos clavadas en la cruz y su mirada derrotada.

—Buenas noches, hijo —saludó el sacerdote primero.

—Buenas noches, padre Robert—no me persigné y hace mucho que dejé de hacerlo. El sacerdote ya no me pedía que lo hiciera porque sabía que sería una blasfemia hacia su Dios. Para él era más hipócrita que me persignara sabiendo lo que pensaba de su Dios a que no lo hiciera.

—Por tu semblante me doy cuenta de que esta noche no te fue bien —me miró de reojo.

—Que mi semblante no lo engañe, padre. Esta noche me fue muy bien, mejor de lo que me pude imaginar —sacó un pañuelo blanco de su sotana y me lo entregó.

—Tienes un poco de sangre en la mejilla —señaló mi lado derecho. Me limpié la mejilla con el pañuelo y de paso los nudillos que aún tenían un poco de sangre. Estaban rojos e hinchados, me dolían y ardían.

—Gracias —le mostré el pañuelo que guardé en mi abrigo —. Se lo voy a devolver limpio —hizo un gesto con la mano, diciendo que no era necesario. De todos modos lo haría.

—¿Qué hiciste ahora, Mason? —preguntó y yo respondí.

—Lo hice de nuevo, padre, maté a una persona —pude sentir el estremecimiento de su cuerpo a mi lado —. No se asuste, padre, era una mala persona y merecía todo lo que le hice. Merecía morir de la manera más cruel.

—Ya hemos hablado de esto, Mason —se giró hacia mí, mirándome directamente — . No está bien que tomes la justicia en tus manos. Tienes que dejar que la policía y Dios se hagan cargo de esas personas.

—Hace doce años me dejaron libre y juré que me iba a vengar de todas y cada una de las personas que me lastimaron, que me humillaron y me usaron como si fuera peor que basura. Si usted viera con sus propios ojos lo que le hacen a esos niños, le aseguro que querría tomar justicia por mano propia.

No dijo nada en un par de segundos, creo que estaba buscando las palabras correctas para decir, esperando que esta vez sí hiciera caso a sus súplicas y dejara esta vida de perdición y muertes que no me iba a llevar a ningún lado, cómo él lo decía cada vez que nos veíamos. Apretó la biblia con las manos y soltó una larga exhalación.

—Usted es un hombre de Dios, padre y deja todo en sus manos. Cree en la justicia divina, pero yo ya no creo en ella. Me ha quitado tanto...—me callé de golpe en el momento que sus dedos se enredaron alrededor de mi muñeca.

𝑃𝑙𝑎𝑐𝑒𝑟 𝑂𝑠𝑐𝑢𝑟𝑜 (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora