capítulo 1: una chica llamada yeyon

31 3 37
                                    

Aún puedo recordar la tristeza que deseo olvidar. Aún siento la humillación que me hicieron sentir. Ellos me convirtieron en lo que soy cuando arrebataron mi inocencia.

Puedes llamarme Yeyon.

Mis padres, siendo muy jóvenes, no podían cuidarnos adecuadamente. Cuando tenía tan sólo cuatro añitos fui enviada junto a mi hermana a vivir con nuestra tía.

Lejos de mis padres, en un lugar tan apartado como desconocido, me sentía vulnerable.

La tía Celi tenía cuatro hijos varones, pero solo dos vivían con ella. Ella casi nunca estaba en casa, a causa del trabajo.

La tía Celi salía a trabajar y sus hijos sacaban a Keyla de la casa y me dejaban encerrada dentro para asustarme. Con el tiempo dejé de gritar, al entender que nadie vendría a ayudarme. Ni papá, ni mamá. Mi hermana mayor no tenía la fuerza para rescatarme.

Sola en la oscuridad, lloraba.

No hay forma de justificar a los hijos de la tía Celi; ellos eran más grandes y tenían conciencia de su actuar, sabían exactamente lo que hacían. Un día sacaron a Keyla de la casa y cerraron con llave. Ésta vez ellos estaban adentro.

Me estaba bañando y mis dos primos entraron al baño. Vieron mi desnudez y se burlaron. Recuerdo que me sujetaron y escupieron en mi boca.

A la hora de comer me negaron la comida.

Las torturas no se limitaron al día. Por la noche, colgaron del techo cartón en forma de hombres para asustarme. A ellos no les importaba cuánto lloraba. No sentían compasión.

La tía Celi llegaba siempre de noche, agotada del trabajo, y se iba a dormir. Se suponía que sus dos hijos eran los encargados de cuidarnos, pero ellos obligaban a Keyla a hacer los deberes.

La tía Celi nunca supo lo que realmente pasaba porque mis primos nos tenían amenazas a Keyla y a mí.

Sin embargo, un viernes por la tarde, cuando la tía Celi llegó temprano, me armé de valor y le conté todo lo que sus hijos me hacían cada día.

Pero ella no me creyó.
Molesta por la acusación que hice, me golpeó con una rama de espinas.
Cada latigazo me hacía sangrar.
También golpeó a Keyla, aunque ella no había hecho nada para merecerlo.

Después de golpearme, la tía Celi me encerró en un cuarto vacío para que durmiera en el piso. Me amenazó diciendo que si le contaba a mi papá, ella lo negaría todo y le diría cosas horribles sobre mí, cosas que ni siquiera entendía en aquel entonces.

Mi cuerpo dolía por todos lados y mi corazón estaba roto. Cada día me sentía más débil y mentalmente estaba destrozada.

Un día, empecé a sentirme mal y me salieron llagas en la boca. La infección empeoró y, como mi tía no pudo, mi papá decidió llevarme al hospital.

Los médicos al revisarme con más detenimiento se dieron cuenta de mis signos de abuso y las marcas de golpes y maltratos.

La experiencia de ser revisada por los médicos fue aterradora. Desconfiaba incluso de los médicos que intentaban ayudarme. Odiaba todo tipo de contacto físico. Todo lo que había vivido me había dejado llena de inseguridades y miedos, y mi autoestima estaba por los suelos.

Los médicos, en un acto de responsabilidad profesional, entregaron los resultados de las pruebas. En muchos rincones del mundo, la ley impone a los facultativos la obligación de informar cualquier sospecha de abuso infantil a las autoridades pertinentes, ya sean los servicios de protección infantil o la policía. Mis progenitores, sumidos en la decepción y la ira, sin embargo, jamás denunciaron los abusos sufridos por mis primos ni la negligencia de mi tía. Tampoco consideraron necesario llevarme ante un especialista que pudiera ayudarme a lidiar con mis traumas. Optaron, en cambio, por ignorar lo acontecido.

Las pesadillas se convirtieron en una constante en mi vida.

Atrapada en mi propio sufrimiento y sin poder articular las vivencias que me atormentaban o los sentimientos que me asediaban, elegí el aislamiento. Mi autoimagen y la percepción de mí misma se hallaban fragmentadas. Sentía que no merecía cuidado ni amor, lo que me dejó sumida en un torbellino de emociones complejas y difíciles de procesar.

Las multitudes me resultaban abrumadoras. Al ingresar al colegio, enfrenté serios problemas para adaptarme. Las maestras, inquietas, convocaban a mis padres preguntándose por qué una niña tan pequeña mostraba aversión a asistir a clases.

Mis padres insistían en que debía ir a la escuela y socializar con mis compañeros. Pero yo me resistía. En segundo grado, sufrí el acoso de mis compañeros; mis miedos me paralizaban, impidiéndome defenderme o denunciar sus actos. Me despojaban del dinero que llevaba, aguardando siempre el momento en que me encontraba sola para aprovecharse de mí.

Un día, cuando mis compañeros decidieron golpearme, fue Lyon quien se erigió como mi única defensora. En agradecimiento, sentí el deseo de conocerla más y forjar una amistad con ella.

amor ,dolor y sufrimiento Donde viven las historias. Descúbrelo ahora