Pronto terminaron las clases del día y regresé a casa agotada, ignorando las duras palabras de mi padre cuando salí de casa por la mañana. Sabía lo que me esperaba: un sábado entero de entrenamiento implacable y, obviamente, sin escapatoria.
Queriendo saborear los pocos momentos de libertad que me quedaban antes del inevitable castigo, así que le dije a Alfred, mi chofer, que prefería caminar hoy. Después de todo, pensé, si ya iba a ser castigada, realmente no importaba si llegaba tarde.
Mientras caminaba por las calles tranquilas, algo llamó mi atención: un pequeño gatito, solo, deambulando cerca de la acera. No pude resistirlo; me detuve abruptamente y me agaché para acariciarlo. Pero justo cuando me inclinaba, distraída por su suave maullido, choqué contra alguien con suficiente fuerza como para caer al suelo. Me quejé al sentir el golpe contra el pavimento, y el ruido repentino asustó al gatito, que salió corriendo.
—¡Ay! —me quejé, más decepcionada por la huida del gatito que por la caída en sí.
Una figura alta captó mi atención. Al mirar hacia arriba, vi a la persona con la que había chocado: un hombre con una expresión aburrida e indiferente, pero de alguna manera familiar. No lograba ubicarlo. Me ofreció su mano para ayudarme a levantarme.
—Fíjate por dónde vas —dijo con tono plano, aunque había un destello de diversión en sus ojos.
Dudé por un momento antes de aceptar su mano. Mientras me ponía de pie, intenté quitarle importancia a la situación.
—Al menos el gatito tuvo la oportunidad de escapar —bromeé, frotándome la parte trasera de la cabeza.
Sin previo aviso, él extendió su mano y, con suavidad, apartó unos mechones de cabello de mi rostro. Para alguien con un comportamiento tan frío, su toque fue sorprendentemente tierno. Sus ojos recorrieron mi brazo, deteniéndose en un pequeño rasguño.
—Estás sangrando un poco —dijo, su voz perdiendo parte de la indiferencia. —¿Te duele?
—¿Esto? —Minimicé el asunto con una sonrisa débil—. No es nada, he tenido peores.
Me miró por un momento más antes de finalmente dar un paso atrás, metiendo las manos en sus bolsillos. Algo en él me resultaba familiar, pero no lograba recordar por qué. Tal vez lo había visto en la UA... o en otro lugar. De cualquier manera, no podía sacudirme la extraña sensación de que este no sería nuestro último encuentro.
Él me observó con una mirada intensa, como si me estuviera evaluando, tal vez intentando decidir algo.
—¿Siempre eres tan descuidada? —preguntó finalmente, con voz baja y un poco seca.
—Yo... bueno, solo estaba intentando acariciar al gato —murmuré, sintiéndome un poco tonta.
—¿Y eso te llevó a chocar conmigo? —Él levantó una ceja.
—Sí, perdón —dije, tratando de excusarme y de aliviar un poco el ambiente tenso. Sin darme cuenta, me quedé mirándolo fijamente. Tenía el cabello negro desordenado, enmarcando su rostro, y unos ojos cansados. Además, llevaba un traje negro holgado y una bufanda gris alrededor del cuello.
Al notar la seriedad en su rostro, decidí despedirme rápidamente y seguir mi camino hacia casa. Me limpié la herida del brazo y sacudí mi falda, que se había ensuciado por la caída. Si mis padres me veían así, probablemente me interrogarían, aunque solo fuera una inocente caída.
Caminaba pacíficamente hacia mi casa, prácticamente soñando despierta sobre el hombre con el que acababa de tropezar. Sentía que lo había visto antes, pero no tenía idea de dónde.
—¡Hey, enana! ¿Qué haces caminando por aquí tan solita? —dijo Keigo, apareciendo detrás de mí y haciéndome saltar del susto.
—No me asustes así, pollo, casi me da un infarto —le respondí dramáticamente, llevándome la mano al pecho para molestarlo.
—No seas tan dramática —dijo riéndose—. Pero dime, ¿Qué pasó para que estés caminando y no encerrada en tu castillo?
—Decidí regresar caminando porque mi padre me va a obligar a entrenar todo el sábado por haber salido sin su permiso esta mañana para ir a clases y dejarlo hablando solo. Suena tonto, lo sé —le dije, algo triste, ya que no iba a poder disfrutar mi fin de semana ni con mis nuevos amigos ni con mi emplumado mejor amigo.
—Eso definitivamente no es justo —respondió Keigo, su sonrisa se desvaneció un poco—. Entrenar todo el día el sábado parece una medida un poco extrema de tu viejo.
Me encogí de hombros, sin querer entrar en los detalles de la discusión que había tenido con mi padre esa mañana.
—No es como si pudiera hacer algo al respecto. Al final, él es el que manda y ya sabes que no es la primera vez que hace eso, al menos no decidió algo más brusco como esa vez que me dejo encerrada en mi habitación todo el fin de semana.
Keigo sacudió la cabeza.
—Aun así, es molesto que no te deje tener una vida propia.
Suspiré, sabiendo que tenía razón. Mi vida siempre había estado guiada por las estrictas reglas y altas expectativas de mis padres.