1] La gasolinera abandonada

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La noche se tornó fría y ventosa cuando Ángel salió a mear

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La noche se tornó fría y ventosa cuando Ángel salió a mear. Llevaba varias horas esperando a su contacto, pero no aparecía. Ella no destacaba por su puntualidad, y eso Ángel lo sabía muy bien, pero aun así, era la primera vez que las dudas de un posible plantón empezaron a rondar su mente.

—¡Maldita sea! —exclamó Ángel al pillarse sus partes con la cremallera. La zona se le puso roja, pero no fue para tanto. Le había ocurrido más veces y aquella no fue especialmente dolorosa.

Una vez superado el dolor, volvió a entrar en la gasolinera abandonada y ocupó la silla del dependiente. El lugar estaba desvalijado, pero había un colchón guardado en un armario y los supervivientes lo usaban si querían pasar la noche allí. También había corriente, ya que un buen samaritano había puesto un generador en la parte de atrás.

Era una especie de refugio para pasar la noche. Ángel lo conocía desde hacía mucho tiempo, cuando de joven llevaba a sus novias allí. Vivía en un asentamiento cercano, de no más de veinte habitantes, y no le resultaba difícil llegar al refugio o escabullirse si alguien aparecía.

Era peligroso moverse de noche por el exterior; los portadores de Arda estaban al acecho, listos para cazar a los humanos que se atrevieran a salir de su escondite. Aunque eso a Ángel no le preocupaba mucho en aquel momento; ya se había topado con un grupo de ellos y los había esquivado sin demasiados problemas.

—Bonita noche —dijo de pronto una voz masculina.

Ángel se levantó y apuntó con su pistola hacia la puerta, desde donde le llegó la voz. Bajo el umbral, una figura envuelta en sombras lo observaba. La figura levantó las manos al instante, intimidada por la determinación de Ángel.

—No quiero hacerte daño —dijo con tranquilidad. Se acercó a él lentamente y Ángel pudo verlo bajo la luz de la lámpara que colgaba del techo. Tenía el rostro pálido, y sus angulosos rasgos denotaban astucia e inteligencia. Llevaba el pelo largo y enmarañado, y la suciedad le otorgaba un tono castaño, pero en realidad era rubio.

—¿Quién narices eres? —le preguntó Ángel con enfado.

—Me llamo Miguel —respondió el chico con tranquilidad—. Vengo porque necesito tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —preguntó Ángel confuso—. ¿Para qué?

—¿Esperas a alguien, verdad? —preguntó Miguel, acercándose más a él.

—Sí, pero eso no es asunto tuyo.

—¿Por qué no bajas el arma y me escuchas? No quiero hacerte daño.

El hombrecillo no parecía peligroso, al menos no para alguien tan grande como él.

—Tira las armas que lleves encima —le pidió Ángel—. Y no hagas tonterías, un movimiento en falso y te disparo.

—Está bien.

Miguel sacó un cuchillo largo y afilado de un bolsillo interior. Lo hizo con sumo cuidado, y lo tiró al suelo, cerca de donde Ángel se encontraba. Acto seguido, alzó las manos y lo miró expectante.

Crónicas del Apocalipsis: La Caída de la Humanidad #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora