Prologo

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Falin caminaba por los pasillos del castillo en completo silencio. Cada paso que daba era medido, controlado, consciente del cuenco en sus manos, lleno de un caldo humeante. Un movimiento en falso y todo podría derramarse, arruinando el esfuerzo que había puesto en preparar la comida para su amada.

Al llegar a la habitación, el guardia real que custodiaba la puerta la ayudó a abrirla, inclinando la cabeza con respeto. Falin le agradeció con una leve sonrisa antes de entrar. La luz suave del atardecer entraba por las grandes ventanas, iluminando con un cálido resplandor las paredes de piedra.

Dejó con cuidado la bandeja con la comida en la mesita cercana, liberando así sus manos para poder moverse con más libertad. Se acercó a la cama, donde Marcille yacía en un sueño inquieto. Su respiración era pausada pero irregular, y su piel, antes luminosa, ahora tenía un tono cenizo.

—Querida, es hora de tu comida —susurró Falin con dulzura mientras acariciaba con suavidad el cabello de Marcille.

Los ojos de la semielfa se entreabrieron lentamente, enfocando con dificultad a la figura de su esposa. Una pequeña sonrisa curvó sus labios.

—¿Cuánto tiempo llevo dormida...? —preguntó con la voz ronca y entrecortada, mientras intentaba levantarse. Sin embargo, el dolor atravesó su cuerpo, obligándola a retroceder con una mueca de sufrimiento.

—Tranquila, cariño —dijo Falin, rodeándola con sus brazos para ayudarla a incorporarse con cuidado—. Así, ¿estás mejor?

Marcille tosió con fuerza, su cuerpo frágil estremeciéndose. Aun así, levantó una mano para tranquilizar a Falin, indicándole que no era grave.

—Estoy bien... —murmuró, su voz apenas un eco de lo que alguna vez había sido.

Falin la miró con preocupación antes de alcanzar el cuenco humeante. Se sentó junto a la cama, tomando una cuchara de madera y soplando suavemente sobre el caldo para enfriarlo.

—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Marcille, con un brillo apagado en los ojos.

—Un caldo ligero de hongos —respondió Falin con suavidad, llevándose la cuchara a los labios de su esposa—. Lo preparé yo misma.

Marcille aceptó la primera cucharada, pero sus ojos nunca abandonaron los de Falin. Había algo en su mirada, una mezcla de tristeza y gratitud. Sabía que cada día que despertaba, cada pequeña conversación, cada comida compartida, era un regalo que pronto dejaría de recibir. Falin, a su lado, había dejado de envejecer hacía tiempo, su cuerpo retorcido por la alquimia y la magia que la había convertido en una quimera. Pero Marcille... Marcille no podía escapar del destino natural de su especie.

—No sé cuánto más podré hacer esto, Falin... —susurró Marcille, tragando otra cucharada lentamente, el cansancio reflejándose en cada movimiento.

Falin bajó la mirada, ocultando su tristeza bajo una máscara de serenidad. Sabía que el tiempo estaba en contra de ambas, aunque ella había logrado escapar de las cadenas del envejecimiento. Sin embargo, el dolor de ver a su amada debilitándose con cada día que pasaba era una herida que ningún hechizo podría curar.

—No pienses en eso ahora —murmuró Falin, inclinándose para besar la frente de Marcille con ternura—. Estoy aquí, y siempre lo estaré. Eso es lo único que importa.

Falin se acomodó en la cama junto a Marcille, observando cómo su esposa trataba de encontrar fuerzas entre las sombras del cansancio. Mientras sostenía el cuenco a medio vacío, Marcille rompió el silencio con una sonrisa suave, sus ojos brillando con un atisbo de nostalgia.

—No dejan de sorprenderme las ironías de la vida —dijo Marcille, con una leve risa que resonó débilmente en la habitación. Falin levantó la mirada, sus cejas fruncidas por la confusión—. Hace unos siglos, casi acabo con todos por mi miedo a verlos morir. Y hoy... —hizo una pausa, su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una mirada triste— mi mayor miedo no es quedarme sola en este mundo, sino dejarte a ti.

El Último Hechizo de Marcille | FarcilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora