En cuanto desperté, lo primero que vino a mi mente fue Jenna, quería verla de inmediato. Quería preguntarle por qué no apareció ayer, quería ser honesto y decirle que estuve muy preocupado por ella.
Antes de verla y decirle todo, decidí que debía pasar primero por la taberna. Necesitaba hablar con Steve, no tanto por el contenido de la conversación, sino por la necesidad de aliviar el estrés que llevaba conmigo. Quizá charlar unos minutos con él, podría ayudarme a relajarme.
Entré en el baño y me lavé la cara con agua muy fría, tratando de despertarme. Sin embargo, el cansancio no se iba, era extraño.
Caminé por las calles como un alma muerta que danzaba por ahí junto al viento. Cada paso que daba era un inmenso esfuerzo. El calor, como no, era sofocante, el aire denso hacía que me costase respirar. De veras estaba a punto de desplomarme en cualquier momento. Cuando finalmente llegué, empujé la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria, provocando un gran ruido que, desgraciadamente, atrajo miradas curiosas hacia mi. Caminé mientras la gente me observaba y me dejé caer en un taburete frente a la barra.
–¡Dios mío, Leo! –exclamó Steve al verme– ¿Acaso está enfermo? Su cara parece la de un muerto viviente.
Me forcé a sonreír, aunque ni siquiera estaba seguro de si lo había conseguido.
–No, no estoy enfermo, pero gracias por la preocupación. –respondí, tratando de quitarle importancia a mi estado– ¿Eso que tienes ahí, por casualidad, no será un abanico?
–Sí, lo es. Úsalo si lo deseas. –dijo Steve, extendiéndomelo sin dudar–.
–Gracias. –agradecí, mientras movía el abanico delante de mi rostro, esperando que la brisa me devolviera un poco de vida–.
Sin embargo, a pesar de tener a Steve frente a mí, no tenía demasiadas ganas de hablar. Tomé un trago de mi bebida, sintiendo el líquido áspero bajar por mi garganta, pero eso fue todo. Las puertas de la taberna se abrieron con un ruido que resonó por toda la sala, similar al que hice antes. Instintivamente, giré la cabeza para ver quién entraba. Y allí estaba ella. Jenna. Mi corazón dio un vuelco. Pero antes de que pudiera reaccionar, nuestras miradas se cruzaron, y ella, en lugar de acercarse, salió corriendo.
Quería seguirla, de veras no entendía nada, pero mi cuerpo se sentía tan pesado. Era como si mis piernas se negasen a moverse. Al fin reuní fuerzas, terminé mi bebida de un trago, dejé el abanico sobre la barra y me levanté decidido a ir tras ella.
No recuerdo cómo llegué a su casa, fue como si mis pies hubieran caminado solos, sin que mi mente estuviera concienciada a donde iba. Cuando llegué, la puerta no estaba cerrada, me disculpé internamente y entré.
–¿Qué sucede, Jenna? –pregunté al verla– Si es por lo que pasó el otro día, entonces ignóralo. Pero ¿por qué no apareciste ayer? De veras estuve muy preocupado.
Ella parecía sorprendida, quizás más de lo que esperaba.
–Qué susto... –susurró para sí misma– No es por lo del último día, es solo que...
Dejó una pausa breve. Esperé, dándole espacio para que continuara.
–Yo no soy como me ves. En la vida real, no soy así. –dijo preocupada–.
–Jenna, yo tampoco soy así. En serio, odio a los rubios con ojos azules, y mírame. –dije señalándome–.
–Tengo miedo. No quiero defraudarte. –explicó mientras en sus ojos se podía contemplar un temor profundo–.
–No tienes que temer nada. –dije tratando de calmarla– Te amo, y eso es lo único que debe importarte. No tienes que preocuparte por nada más.
Justo cuando estaba a punto de rodearla con mis brazos, sentí una sensación totalmente extraña. Mi vista comenzó a nublarse y todo mi alrededor comenzó a girar. Antes de que pudiera reaccionar, caí al suelo, sin fuerzas.
–¡Leo! –exclamó Jenna, arrodillándose a mi lado– ¿Qué pasa, estás bien?
Quise tranquilizarla, decirle que no se preocupara, pero no pude. Mi vista se volvió completamente negra y lo último que escuché antes de perder la conciencia, fue su voz llamándome, de manera preocupada.
. . .
Desperté empapado en sudor, mi cuerpo aún se sentía pesado, aunque ya no tanto como en la mañana. Me encontraba en una cama que no terminaba de adaptarse a mi cuerpo, era rígida, era muy incómoda. Di media vuelta, sintiendo cómo el colchón crujía bajo mi peso y alcé mis párpados con lentitud.
Frente a mí, apenas a unos metros de distancia, estaba Jenna, sentada en una pequeña silla. Su postura reflejaba tensión, sus manos entrelazadas descansaban sobre su regazo y su mirada, fija en mí, estaba cargada de preocupación. Mi mente estaba confusa, no recodaba bien lo que había sucedido. Fragmentos de imágenes borrosas pasaban por mi mente, pero nada tenía sentido. Lentamente, extendí mi mano y toque delicadamente su brazo. Su pálida piel era cálida.
Me miró con sus ojos repletos de angustia y al mismo tiempo alivio. Su expresión ahora mismo, hablaba más de lo que las palabras lo podían hacer.
–Si esto es un sueño, no quiero despertar. –murmuré, totalmente vulnerable–.
–No irónicamente, si estamos en un sueño... –replicó– ¿Estás bien? ¿Recuerdas qué sucedió?
–No. –negué con mi cabeza–.
Suspiró mientras se inclinaba un poco hacia adelante.
–Te desmayaste de golpe. –explicó– Tuve que buscar a toda prisa un doctor. Dijo que estabas enfermo, pero nada grave. Solo necesitas reposo.
–Gracias. –respondí, girándome nuevamente en la cama– ¿Por qué no viniste ayer? –pregunté apenado–.
Después de mi pregunta, se formó un gran silencio en toda la habitación. Jenna no dijo nada, de verdad estuve muy preocupado. Me incorporé con esfuerzo, sentándome en la cama frente a ella. Su silencio me inquietaba cada vez más. Tomé su mano suavemente y la llevé a mi rostro. Cerré los ojos ligeramente al notar su calidez en mi cara.
–Te eché mucho de menos. –confesé, mirándola–.
Ella bajó la mirada, sus mejillas estaban sonrojadas.
–Estaba avergonzada. –dijo con timidez, con sus ojos clavados en el suelo–.
Una pequeña sonrisa apareció en mi rostro.
–¿Avergonzada por qué? –pregunté, con un tono ligero– No me gusta que no duermas.
Poco a poco, acerqué la silla en la que Jenna se encontraba hacia mí, utilizando la poca fuerza que me quedaba. Cada movimiento parecía agotador y el sudor cubría lentamente, de nuevo, mi frente. No me sentía bien del todo, pero no podía dejar pasar este momento. Quizá estaba siendo egoísta, tal vez debería haber esperado hasta sentirme mejor, pero no pude contenerme. Sostuve su rostro entre mis manos y la besé.
No esperaba que fuera así, para nada lo odié. Sus labios se abrieron bajo los míos con la misma urgencia que sentía en mi interior, nuestras lenguas se encontraron rápidamente, chocando con una fuerza desesperada, como si transmitieran como nos sentíamos. Cada segundo importaba, cada movimiento de nuestras bocas y lenguas era magnífico, quería grabar este momento en mi memoria para que nunca se desvaneciera. Fue el mejor beso que había dado a lo largo de mi corta vida.
Me sorprendí a mí mismo ante la rudeza con la que lo hice, claramente reflejaba la intensidad de mi deseo, pero aún más me sorprendió la fuerza con la que ella respondió.
Cuando finalmente nos separamos, la miré a los ojos, estando a solo unos pocos centímetros de su rostro, mientras ambos tratábamos de recuperar el aliento. Su respiración estaba agitada, aunque no tanto como la mía, ya que además de todo aquel momento, estaba enfermo.
–Entonces, ¿sigues avergonzada? –pregunté bromeando, con una leve sonrisa–.
–¡Duerme y descansa! –dijo levantándose de golpe, con su rostro enrojecido, marchándose apresuradamente hacia la puerta–.
Me quedé mirando la puerta cerrarse después de que ella saliera. Sentía tantas cosas en aquel momento, que no lograba descifrarlas del todo. Me dejé caer en la cama, con una sonrisa idiota en mi cara, feliz a pesar del mal estar.
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Mientras nuestra realidad duerme
Short StoryLeo, un adolescente de diecisiete años, duerme después de un día agotador, pero al mismo tiempo despierta en una realidad completamente diferente a la suya. El aire es pesado y caluroso, hay arena por todas partes, dunas elevadas y la gente viste co...