Había una vez, una chica en el bosque

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Era una mañana dorada cual medialuna dulce. La luz del sol hacía brillar las estanterías rebosantes de pociones. Los cristales reflejaban sus haces y proyectaban coloridas sombras que danzaban en los pisos de madera. Uno de los tablones crujió cuando Griffith regresó a la mesa de trabajo donde aguardaba Stella, sujetando a la escamosa e inquieta mascota del señor Nicholas.

     —¿Qué es eso? —preguntó al divisar el frasquito encorchado. Era la primera vez que veía una poción negra como la tinta, aunque también era la primera vez que ayudaba en un caso de gripe de dragón doméstico.

     —Salvia de sauce negro y carbón. —Griffith cogió al dragón de medio metro de altura y lo obligó a abrir sus fauces mientras Stella se aseguraba de contener sus alas rojas, propias de un ejemplar volcánico.

      —Pero, no es que los ejemplares volcánicos son alérgicos a... —Stella dio un respingo cuando el dragoncillo empezó a mover sus fosas nasales hasta soltar un estornudo que casi le quema la cara.

     —Alérgicos a la salvia, así es. —Griffith sonreía, orgulloso de su trabajo—. Pero también consigue despejar sus vías respiratorias, por lo que nuestro amigo ya no tendrá que preocuparse por el exceso de gas ni la acumulación de flemas. Un efecto similar al de las bolas de pelo de Fluffy.

     Stella se giró hacia su gato alado anaranjado, quien dormía plácidamente bajo la luz que se filtraba por la ventana. Lucía como un tigre sin rayas por ser una especie silvestre. Los dragones silvestres de las Islas Épicas ni siquiera cabían en la cabaña; esos tapaban el sol y protagonizaban las leyendas que las abuelas contaban para asustar a los niños de la ciudad. Todo animal doméstico era una representación minúscula de su versión en su hábitat natural; Fluffy habría sido un tierno gatito de un pie de altura si no lo hubieran rescatado del bosque después de que su mamá muriera en manos de un oso.

     Griffith selló la consulta con un muslo de gallina que el dragón no tardó en devorar.

     —Supongo que está listo para regresar —sentenció. Se trasladó con ayuda de su bastón hacia las estanterías para depositar el frasquito medio lleno y miró a Stella por encima de su hombro—. ¿Reuniste los recados?

     —Todos en la canasta.

     El anciano de barba blanca asintió al divisar la cesta de mimbre atiborrada con los pedidos de los clientes de la ciudad; ungüentos para la tos, fiebre, urticaria o heridas; polvos para el rostro, lociones aromatizantes... Como el herbolario más reconocido de la ciudad, a Griffith no le faltaban clientes.

     Stella colocó a Fyreball en su jaula y recogió la canasta.

     —No entiendo por qué no podemos abrir una tienda en la ciudad. Ahorraría tiempo, y los clientes que no se animan a internarse en el bosque podrían acudir.

     —No quiero pagarle ni un solo centavo de renta a ningún mercader —expresó Griffith—. Y ya te he dicho que no pienso renunciar a mi materia prima; todo lo que necesito está en este bosque.

     —Yo podría encargarme de la tienda.

     —Tú te encargas de los recados... Y de traer a los pacientes que los clientes no se animan a traer por su cuenta —insinuó al señalar a la mascota del señor Nicholas.

     —Se nota que no eres tú quien camina todas esas millas.

     —Lo era —sugirió—. Y nunca me quejé.

     Stella resopló y calzó el asa de la canasta a la altura del codo. No tenía caso hablar con el anciano. Era terco. Terco y mañoso. Consideró ir a la ciudad y no volver, pero entonces sintió un peso extra en la canasta que la hizo virar en sentido a Griffith.

UN REINO ENCANTADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora