Había una vez, un destino incierto

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—Esta será su habitación. Un grupo de asistentes se encargará de que nada os falte durante vuestra estadía. Si necesita algo, hacérselo saber a ellos. —La mujer de mejillas regordetas y cabello gris vio en dirección a Stella—. ¿Preguntas?

     Miles, pero todas huyeron despavoridas, intimidadas por el ceño fruncido de la empleada. No obstante, la más importante se mantuvo allí, solemne en su mente, dado que no pretendía quedarse todo el día encerrada en una habitación.

     —Aún desconozco cuál será exactamente mi trabajo. Eso me inquieta.

     —Descuida, querida —la anciana hizo un aspaviento con su mano—. En una hora estáis todos convocados a un almuerzo en el comedor principal. Las doncellas os darán el aviso diez minutos antes.

     La señora renuente a proporcionar su nombre no se había equivocado; tras la hora más larga de su vida, una chica joven con vestido gris había llamado a su puerta para guiarla a través del ostentoso castillo hasta llegar al comedor. Varias veces Stella se había perdido en los detalles de cada estancia y pasillo; su habitación era más grande que la cabaña en la cual vivía, la vista desde el balcón hizo que viera por primera vez el mar abierto, y se preguntaba quiénes eran las personas en los grandes cuadros enmarcados en oro a medida que caminaba por las alfombras más mullidas que jamás hubo sentido. También sintió fascinación por la gran cantidad de colibríes que merodeaban por un corredor en particular, donde fucsias, fresias y azaleas ofrecían un colorido espectáculo.

     Una pizca de culpa le pinchó el estómago al recordar a Griffith en su modesta cabaña, lo encorvada que estaba su espalda y la cojera de su pierna mala. ¿Estaba siendo egoísta por perseguir su sueño? Quizá, una vez terminase con la labor en el castillo, podría adquirir una propiedad en la ciudad e invitarlo a vivir su vejez en un bonito jardín. Aunque le costaba imaginárselo fuera del bosque.

     Al alcanzar el comedor, dos guardias con sombrero militar de copa roja y plumas doradas se encargaron de abrir las puertas. Una larga mesa les dio la bienvenida, con varios jarrones rebosantes de hortensias celestes que acapararon toda su atención: No estés nerviosa, no estés nerviosa. Sin embargo, cuanto más se lo repetía, peor era el efecto, por lo que tuvo que obligarse a mirar al resto de los presentes, todos desconocidos.

     —Tome asiento en su lugar asignado —dijo la asistente—. Su alteza llegará en unos momentos.

     —Eso dijeron cuando llegué y aún sigo esperando —comentó una mujer más o menos de su misma edad. Stella se quedó viendo sus manos repletas de anillos con gemas de colores, así como los excéntricos collares que pendían de su cuello.

    Por su parte, la asistente tensó los labios.

     —Acudirá ahora que estáis todos.

     —Eso espero —soltó un hombre con un ojo de vidrio verde—. Empiezo a sentir la falta de vino en sangre.

     Stella percibió la incomodidad de la asistente cuando asintió nerviosamente antes de cruzar a paso corto pero rápido el extenso comedor de altos ventanales con vista tanto a las colinas con pequeños pueblos como al mar revoloteado por gaviotas.

     Su puesto estaba designado al frente, junto a una silla vacía a la cabeza de la mesa que le arremolinó las tripas con solo ver. Que Jade esté equivocada, que Jade esté equivocada... Reiteraba sin cesar mientras tomaba asiento y asimilaba la infinita hilera de cubiertos de todas formas y tamaños, hasta que la mujer de los anillos le habló:

     —Sanadora, ¿cierto? —inquirió desde su lugar junto a Stella.

     Todos vieron en su dirección. Stella aprovechó el breve momento para incorporar sus rostros: un chico escuálido de pelo rubio cenizo y un monocular que pendía de su cuello estaba frente a ella. A su izquierda, el hombre de piel morena y ojo de esmeralda. Una mujer cargada de tatuajes con una pañoleta a modo de diadema para contener sus rizos le dedicaba una sonrisa, y del otro lado había un anciano que jugueteaba con los cubiertos al ensamblarlos como un intricado rompecabezas. La ronda se completaba con un hombre de cabello negro entrenzado que destacaba por su elegancia en comparación a las andrajosas vestimentas del resto, y la mujer que acababa de hacerle la pregunta la veía con expectantes ojos avellana

UN REINO ENCANTADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora