Capítulo II: La Gruta

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Elsa se levantó con entusiasmo esa mañana, estaba dispuesta a ir a explorar la gruta de la que le había hablado Maia, así que se levantó de su cama a pesar de que en esas frías mañanas daban ganas de quedarse allí por siempre, y bajó la escalera.

―Buenos días, Elsa ―la saludó Robert, quien también se acababa de levantar.

―Buenos días, papá ―dijo Elsa mientras miraba por la ventana.

―¿A dónde irás que te despiertas tan entusiasmada? ―preguntó Robert.

―Acompañaré a Mike y a Maia a una pequeña cueva que hay por aquí cerca.

―Suena interesante ―dijo Robert―. Ten cuidado con los insectos.

―Lo tendré ―respondió Elsa riendo al recordar una dolorosa picadura de araña que había recibido cuando tenía doce años por estar excavando la arena con las manos.

Robert sirvió unas tazas de té, sacó de una bolsa de papel unas galletas de mantequilla y las colocó en una bandeja de madera que había siempre en la mesa, al lado de una pequeña cajilla con servilletas de tela. Aquellas galletas eran una de las pocas cosas además del pan que se podían comprar en la panadería, y eran muy deliciosas, sobre todo cuando estaban calientes. Elsa una vez había intentado hacerlas en casa, pero accidentalmente se le cayó el pan de manteca encima del fuego y llenó la casa de humo. Por suerte su padre no recordaría el hecho cuando lo intentó con éxito unos meses más adelante.

Elsa tomó el té bastante rápido y se llevó dos galletas para el camino, luego se despidió de su padre, tomó su espada de madera y, aunque muchos le decían que una chica de su edad se veía ridícula con ese juguete, ella hacía oídos sordos y continuaba con su vida. Al abrir la puerta se encontró con que Millie la estaba esperando.

―¿Millie? ¿Qué quieres? ―dijo Elsa sin entender mucho el motivo de la presencia de su amiga luego de lo que había ocurrido.

―Elsa, discúlpame, mis padres son algo exagerados ―dijo ella―. Podremos seguir viéndonos, pero por ahora será mejor que no me vean saliendo mucho de mi casa.

―Bueno, no te preocupes, Millie ―dijo Elsa suspirando―, ya se les pasará.

Millie se quedó un rato allí y luego dijo:

―Elsa, tengo algo para ti ―dijo mientras se metía la mano en el bolsillo.

―¿Qué es? ―preguntó Elsa intrigada.

―¿Recuerdas la muñeca de trapo que me rasgaste con una tijera? ―dijo Millie haciendo un poco de suspenso.

―Ehh... sí ―murmuró Elsa un poco apenada―. Lamento eso, fue un accidente.

―No te preocupes, ya la volví a coser y quedó como nueva ―dijo Millie―. La parte que te interesará es esta carta que encontré en uno de los cajones de la mesa de coser de mi abuela.

Elsa se sorprendió bastante y se quedó mirando la carta, que era notoriamente antigua.

―Abrí un cajón para buscar hilo y encontré un montón de papeles viejos con olor a tierra ―explicó Millie―, pero uno de ellos era una carta. Me llamó bastante la atención.

―Continúa ―dijo Elsa interesada.

―Le pregunté a mi mamá y no tenía idea de dónde había salido. Mi papá dijo que seguramente es de algún negocio antiguo de la abuela. ―Millie le hizo entonces entrega de la carta a su amiga―. Ninguno pareció darle mucha importancia.

―¿Y qué hay dentro del sobre? ―preguntó Elsa.

―Pensé que querrías averiguarlo tú misma ―respondió Millie.

Los Piratas de Elsa HunderluffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora