I. EL DOLOR.

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El sonido metálico del equipo médico resonaba en la sala de rehabilitación, mientras el suave zumbido de las máquinas de terapia invadía el ambiente

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El sonido metálico del equipo médico resonaba en la sala de rehabilitación, mientras el suave zumbido de las máquinas de terapia invadía el ambiente. Las luces blancas y frías iluminaban la estancia, creando un contraste brutal con el calor sofocante del dolor que Ariadna Sainz sentía en cada fibra de su cuerpo.

Ariadna, tumbada en una camilla, trataba de respirar, pero sus pulmones parecían incapaces de expandirse completamente. Cada inhalación le costaba, cada movimiento de su torso le recordaba la fragilidad de sus costillas aún en proceso de sanación. El fisioterapeuta, un hombre de mirada firme y paciencia infinita, intentaba guiarla a través de los ejercicios, sabiendo que la línea entre ayuda y sufrimiento era muy delgada.

—Vamos, Ariadna —dijo el terapeuta en un tono firme pero comprensivo—. Un esfuerzo más y terminamos por hoy. Tienes que empujar esos músculos, aunque duela.

Ariadna cerró los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con salir, pero el dolor era implacable. Sus manos temblaban al aferrarse a los bordes de la camilla. Estaba acostumbrada a ver a los jugadores de fútbol soportar lesiones, ayudarles a recuperarse en sus momentos más difíciles. Pero ahora, ser ella la que sufría, estar en el lugar del paciente, le hacía comprender cuán profunda era la desesperación de una rehabilitación física.

—No puedo... —murmuró entrecortadamente, su voz apenas un susurro ahogado por el sufrimiento—. No puedo más...

El fisioterapeuta miró la pantalla de monitorización, que mostraba los niveles de esfuerzo y dolor que Ariadna estaba soportando. Sabía que estaba cerca de su límite, pero también sabía que la recuperación exigía empujar esos límites, aunque fuera doloroso.

—Solo un esfuerzo más, Ariadna —repitió—. Si no lo haces, esos músculos no se recuperarán como deberían.

De repente, un grito desgarrador escapó de su garganta. Un sonido que reverberó por la sala, un eco de puro dolor que no podía contener. Ariadna sintió cómo su cuerpo se estremecía, y su resistencia finalmente cedió. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, gotas de frustración y sufrimiento, mientras sus manos se aferraban a su costado, donde el dolor era más intenso.

Fue en ese momento que la puerta de la sala se abrió con fuerza. Max Verstappen, quien había estado de visita en la casa de los Sainz para una reunión con su amigo Carlos, escuchó el grito al pasar por el pasillo. Inmediatamente entró, sus ojos buscando la fuente del sonido angustioso que acababa de escuchar. Al ver a Ariadna en ese estado, con los ojos vidriosos y el cuerpo tenso por el dolor, se quedó paralizado por un momento. El Max competitivo y seguro de las pistas se desvaneció en un segundo, reemplazado por una profunda preocupación.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Max, con un tono más serio de lo habitual, su mirada fija en Ariadna mientras esta seguía llorando, incapaz de controlar sus emociones.

Antes de que el fisioterapeuta pudiera responder, Carlos Sainz irrumpió en la sala. Al ver a su hermana en esa situación, su rostro se endureció de inmediato. Sin perder tiempo, se acercó rápidamente a la camilla y, sin decir una palabra, posó su mano sobre el hombro del fisioterapeuta.

—Ya es suficiente por hoy —dijo Carlos en un tono que no admitía objeción. Había un filo protector en su voz que hizo que el fisioterapeuta diera un paso atrás. Aunque Carlos sabía que la rehabilitación era necesaria, ver a su hermana sufrir de esa manera despertaba un instinto protector que no podía ignorar.

El fisioterapeuta, aunque reacio, entendió el mensaje. Sin más, recogió sus cosas, asintiendo en silencio y saliendo de la sala. Ariadna, mientras tanto, estaba demasiado concentrada en su dolor como para notar el cambio de dinámica en la habitación. Su respiración era errática, y su cuerpo temblaba levemente mientras intentaba calmarse.

Carlos se agachó a su lado, sus manos firmemente alrededor de las de Ariadna. Con cuidado, la ayudó a sentarse en la camilla, tratando de ofrecerle la estabilidad emocional que necesitaba. Ella, aún con lágrimas en los ojos, se abrazó a su hermano como pudo, su cuerpo aún débil por el esfuerzo y el dolor.

Max, que había estado observando todo en silencio, dio un paso adelante, todavía con el ceño fruncido.

—Carlos, ¿quién es ella? —preguntó, con genuina confusión y preocupación en su voz. La forma en que Carlos interactuaba con la chica era demasiado íntima para ser cualquier paciente al azar.

Carlos se tomó un segundo para respirar, mirando a su amigo con seriedad antes de responder.

—Es mi hermana, Ariadna —dijo en voz baja, sin soltarla—. Ha estado en rehabilitación durante meses. Trabajaba como fisioterapeuta para el Atlético de Madrid, pero tuvo un accidente... y el club le dio el tiempo necesario para recuperarse.

Max observó a Ariadna más de cerca, sus ojos cristalizados y su expresión de agotamiento. Aunque no la conocía, algo en su situación lo conmovió profundamente. Nunca había visto a Carlos tan serio, tan protector. Antes de que pudiera decir algo más, se escucharon pasos en el pasillo.

Marcos Llorente y Antoine Griezmann aparecieron en la puerta, habiendo escuchado los gritos desde su posición. Ambos futbolistas se quedaron en silencio por un momento al ver la escena: Ariadna, llorando en brazos de Carlos, y Max observando todo con preocupación.

—Ari... —dijo Marcos suavemente, acercándose a ella y agachándose frente a la camilla. Tomó una de sus manos con ternura, mientras Antoine se colocaba a su lado—. Estamos aquí.

Ariadna levantó la mirada, su expresión aún bañada en lágrimas, pero al ver a los dos jugadores a su lado, algo en su interior pareció relajarse. Marcos y Antoine la conocían bien, habían compartido muchos momentos en el campo y fuera de él. Ellos sabían cuánto le había costado llegar hasta ahí, y su presencia le daba una sensación de seguridad que pocas cosas podían ofrecerle en ese momento.

Mientras Marcos y Antoine intentaban calmarla, Carlos se levantó lentamente y se giró hacia Max. Sus miradas se encontraron, y Max, aún sorprendido por la revelación, no pudo evitar sentir una punzada de incomodidad. ¿Cómo es que nunca había sabido de la existencia de Ariadna?

—Ven conmigo —le dijo Carlos a Max, y sin esperar una respuesta, lo condujo fuera de la sala, dejando a los futbolistas encargados de Ariadna.

El pasillo parecía más silencioso de lo habitual cuando llegaron a la sala de estar, donde otros pilotos estaban reunidos: Checo Pérez, Charles Leclerc, George Russell, Lando Norris, Fernando Alonso, Sebastian Vettel, Mick Schumacher, Logan Sargeant y Oscar Piastri. Todos se giraron al ver entrar a Carlos y Max, pero fue Max quien rompió el silencio primero.

—¿Por qué no sabíamos de ella? —preguntó directamente, con el ceño fruncido y una mezcla de frustración y confusión en su voz.

La pregunta de Max marcaba el inicio de una tensión que pronto se desbordaría.

Renacer entre el dolor.     1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora