Lucía Roa era una mujer de alrededor de treinta y cinco años, de estatura media, con un porte tranquilo que transmitía confianza y calma. Tenía un cabello castaño oscuro, lacio que siempre llevaba suelto, ligeramente por debajo de los hombros. Sus ojos eran de un color marrón profundo, con una mirada que siempre parecía estar escuchando más allá de las palabras, llena de comprensión y paciencia. Su piel clara, con un leve tono cálido, y con facciones suaves, armoniosas, sin ser particularmente llamativas, pero con una expresión que inspiraba cercanía y seguridad. En su sala del consultorio, un ambiente tranquilo, adornado con tonos suaves y estanterías llenas de libros, el sonido del reloj en la pared marcaba un ritmo constante, casi hipnótico. Lucía, una mujer de mirada serena y gesto comprensivo, estaba sentada frente a Elian, quien permanecía en silencio, observando el borde de la mesa de café.
—Bueno, Elian —dijo Lucía, acomodándose en su silla—. ¿Por qué no me cuentas cómo es tu día a día? Me interesa saber cómo transcurre tu rutina, cómo te sientes en ese tiempo.
Lucía ese día vestía de forma sencilla pero elegante, como era usual en ella. Siempre vestía preferentemente blusas de colores neutros o pasteles y pantalones de vestir. En ocasiones llevaba lentes de montura delgada cuando leía o revisaba algún documento, lo que le daba un aire profesional sin ser distante. Su estilo personal reflejaba equilibrio, una mezcla entre profesionalismo y accesibilidad, lo que facilitaba que sus pacientes se sientan cómodos a su alrededor.
Elian soltó un suspiro leve, como si la pregunta le hubiera recordado lo monótona que era su vida. Se quedó pensativo por unos segundos antes de comenzar a hablar, con una voz que llevaba algo de pesadez, como si arrastrara palabras junto con sus pensamientos.
—Mi día empieza igual, siempre igual. Me despierto porque suena la alarma, no porque quiera hacerlo. Me cuesta levantarme, pero lo hago... —Elian hizo una pausa y bajó la mirada—. Supongo que me levanto más por inercia que por ganas. Mi apartamento es un desorden, pero... ya no me importa. Me visto con lo primero que encuentro y salgo. Apenas y desayuno, si es que lo hago.
Lucía asintió, manteniendo el contacto visual para alentarlo a seguir.
—¿Y cómo te sientes al comenzar tu día? —preguntó con suavidad.
Elian hizo una mueca, como si la pregunta le incomodara.
—Vacío. No sé... —dudó por un momento—. No tengo expectativas de que el día sea diferente al anterior, ni al que viene. Simplemente es... otro día más. El camino al trabajo es mecánico: subo al subte, rodeado de gente que va a lo suyo. Yo, con mis auriculares puestos, intentando bloquear el ruido... pero incluso la música ya no me hace sentir nada. Me bajo en la misma estación, camino por las mismas calles, siempre mirando al suelo.
Lucía mantuvo el silencio por un segundo, procesando las palabras de Elian, dándole espacio.
—¿Y el trabajo? —le preguntó entonces—. ¿Qué sientes cuando llegas allí?
—El trabajo es solo una excusa para pasar el tiempo —respondió Elian, con un tono frío y distante—. No odio lo que hago, pero tampoco lo disfruto. Es como si me moviera en piloto automático. Me siento en mi escritorio, hago lo que se supone que debo hacer, y espero... espero que el reloj avance. Pero no pasa rápido, nunca pasa rápido.
Se inclinó un poco hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas, mirando a un punto en la alfombra.
—Y cuando termino, vuelvo a casa. Me subo al colectivo o al subte, como si el día se repitiera al revés. Siempre el mismo viaje, las mismas calles. Cuando llego a casa, me tiro en la cama. A veces veo televisión o juego algo, pero... la mayoría de las veces solo me quedo allí, mirando el techo, hasta que eventualmente me duermo.
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El ciclo de las almas tristes
HorrorMientras luchan contra sus propios demonios internos, Victoria, Elian y Valentín se ven obligados a enfrentar sus peores miedos y a trabajar juntos para descubrir la verdad detrás del oscuro origen de una serie de eventos trágicos en la ciudad de Bu...