Valentín despertó temprano, como todos los días, con el sonido del despertador resonando en su pequeña habitación. El sol apenas se colaba por las persianas medio cerradas, bañando el cuarto en una luz tenue y amarillenta. Se frotó los ojos, aún pesados por el sueño, y se quedó unos segundos mirando el techo, pensando en todo lo que lo esperaba en la escuela. Sabía que no sería un buen día, aunque intentaba convencerse de lo contrario cada mañana. Se levantó lentamente, el frío del suelo de madera le recorrió los pies descalzos, dándole un escalofrío. Caminó hacia el baño sin hacer ruido, cerrando la puerta tras de sí. Se lavó la cara, el agua fría lo ayudó a despejarse un poco, y se quedó observando su reflejo en el espejo. Aún tenía ese aire de niño que no había dejado de crecer, con ojos cansados y ojeras marcadas, como si el peso de cada día lo fuera consumiendo de a poco. Después de vestirse con su uniforme escolar —un pantalón gris y una camisa blanca que ya tenía el cuello algo desgastado—, bajó a la cocina. Su madre ya estaba allí, preparando el desayuno. No hubo muchas palabras entre ellos, solo un "buenos días" y una sonrisa rápida. Valentín se sentó en la mesa y tomó la taza de café con leche que su madre le había preparado, mientras mordisqueaba una tostada. El silencio entre ambos era cómodo, pero también reflejaba las preocupaciones que no se decían. Sabía que su madre notaba su ánimo, pero él prefería no hablar del tema. No quería preocuparla más. Después de desayunar, Valentín se colgó la mochila al hombro y salió de la casa. El aire de la mañana estaba fresco, y aunque el sol ya se elevaba, el frío del invierno seguía presente. Caminó por las calles casi vacías, mientras sus pasos resonaban en el pavimento, cruzando apenas a algunos vecinos que comenzaban su día.
Valentín salió de su casa con el peso de su mochila sobre los hombros, pero la carga en su pecho era aún mayor. Mientras caminaba hacia la escuela, sus pasos eran lentos, casi arrastrados, como si el simple acto de avanzar le costara el doble. El aire frío de la mañana no lo ayudaba a despejar sus pensamientos, al contrario, parecía envolverlo en una bruma de ansiedad que no lo dejaba en paz. A medida que se acercaba, comenzó a imaginar cómo sería su día. La misma rutina. Las mismas miradas de desdén, las risas apagadas cuando pasaba cerca. Se imaginaba entrando al salón, el sonido de las sillas al moverse, el crujido del piso de madera vieja. Las voces de sus compañeros, tan normales para ellos, pero tan amenazantes para él, resonaban en su cabeza antes de que siquiera las escuchara en la realidad. "¿Qué habrán preparado hoy?" pensó, con el corazón encogiéndosele en el pecho. "¿Me empujarán cuando cruce el patio? ¿Me esconderán la mochila otra vez? ¿O simplemente se reirán de mí mientras paso, como si fuera invisible pero no lo suficiente para ignorarme?". Se le formó un nudo en la garganta. Deseaba que algo, cualquier cosa, lo retrasara. Que el tiempo se congelara o que la tierra se abriera para tragárselo. Cualquier excusa para no llegar.
Cuando faltaba solo una cuadra, se detuvo en la vereda de enfrente, incapaz de seguir. La escuela estaba justo al otro lado de la calle, tan cercana y, a la vez, tan distante. Desde ahí podía ver a todos los demás alumnos agrupados en pequeños círculos, conversando, riendo, compartiendo sus propias historias. Cada grupo era un pequeño universo del que él no formaba parte. Los chicos populares, siempre rodeados de gente. Las chicas que se arreglaban el cabello mientras se reían de algún chisme. Distintos grupos dispersados de amigos dispersados por el patio. Valentín observaba todo desde fuera, como si fuera un espectador de una obra de teatro en la que nunca sería parte del elenco. Se sentía un intruso en su propia vida. Notó que los bullies también estaban allí, riendo entre ellos, lanzando miradas furtivas hacia quienes pasaban cerca. Sintió una punzada de miedo al imaginar que lo veían, que ya lo estaban esperando. Su cuerpo se tensó, como si su instinto le gritara que diera media vuelta y corriera. Pero no podía. Ya había llegado hasta allí. No había escapatoria. Valentín se quedó quieto, como si al detenerse el mundo también se detuviera con él. La calle parecía vacía entre él y la escuela, pero en su mente, era un abismo insalvable. Se le antojaba que, si daba un paso más, caería en ese vacío y jamás volvería a salir. Miraba a los demás, tan despreocupados, tan ajenos a lo que él sentía. Quería ser uno de ellos, mezclarse, desaparecer en la multitud. Pero al mismo tiempo, sabía que no podía. Porque no era como ellos. Y ellos se encargaban de recordárselo, una y otra vez.
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El ciclo de las almas tristes
HorrorMientras luchan contra sus propios demonios internos, Victoria, Elian y Valentín se ven obligados a enfrentar sus peores miedos y a trabajar juntos para descubrir la verdad detrás del oscuro origen de una serie de eventos trágicos en la ciudad de Bu...