CAP 4

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Llevaba tres días durmiendo en mi nueva habitación y todavía me sentía como una extraño viviendo en un lugar tan lujoso

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Llevaba tres días durmiendo en mi nueva habitación y todavía me sentía como una extraño viviendo en un lugar tan lujoso. La alcoba era enorme. Quizá algo más espacioso que el cobertizo del patio trasero de la casa de Londres, pero no mucho menos. Esa estancia que parecia más amplia una vez amueblada, mi cuarto se había hecho enorme para mi solo.

Mi mejor amigo, Fernando Alonso. Vivía relativamente cerca de mi casa, prácticamente éramos vecinos así que podía verlo cuantas veces me viniera en gana. El había decidido no correr durante la temporada y buscar el objetivo de convertirse en ganador de las 24 horas de LeMans.

La tarde del domingo anterior a mi primer día de trabajo, no hice otra cosa que angustiarme por lo que debía ponerme al día siguiente. Fernando, quien estaba de visita en mi casa, asomaba regularmente la cabeza y preguntaba si podía hacer algo por mí. Dado que el vestía trajes ultraconservadores para ir a trabajar, opté por rechazar su opinión. Me paseé arriba y abajo de la sala —cada recorrido se hacía en cinco zancadas— y finalmente me senté en el futón, delante de la televisión. ¿Qué debía ponerme para mi primer día de trabajo con el piloto más elegante de la parrilla?. No obstante, no poseía ni una sola idea y tampoco habría sabido qué hacer. Regresé a mi habitación y me desplomé en la enorme cama golpeándome el tobillo en el proceso. Mierda. ¿Y ahora qué? Tras mucho sufrimiento y numerosas pruebas, al final me decidí por una camisa celeste, unos pantalones negros y mis botas negras. Lo último que recuerdo de caquella noche es a Fernando Alonso burlándose de mi situación y pidiéndome que abandonará esa propuesta de trabajo, y que me fuera con el a Madrid.

Debí de quedarme frito de pura ansiedad, porque fue la adrenalina la que me despertó a las cinco y media de la mañana. Me levanté de un salto. Durante toda la semana había tenido los nervios de punta y me parecía que la cabeza me iba a estallar. Disponía exactamente de hora y media para ducharme, vestirme y llegar desde al edificio, una idea todavía oscura y que me intimidaba. Eso signifcaba que debía destinar una hora al trayecto y media hora al acicalamiento.

En veinticinco minutos conseguí meterme en mi incómodo atuendo y salir de casa, todo un récord. Y solo tardé diez minutos en salir a bordo de mi deportivo para llevarlo un momento y cargar gasolina, algo que habría debido hacer la noche anterior si no hubiera estado tan ocupado mofándome de mi padre cuando me aconsejó que me estudiara el trayecto para no perderme. La semana anterior había ido a la entrevista en taxi y estaba convencido de que el experimento con el deportivo sería una pesadilla pero, curiosamente, no fue así. Caminé un poco, satisfecho de haber salido con tiempo de sobra para perderme, y al final entré en una tienda para tomarme un café.

Unos minutos caminando sin rumbo por una ciudad que empezaba a despertar me dirigí, de hecho, hasta la puerta del edifcio/fábrica. Envuelto en la penumbra de la mañana, el vestíbulo resplandecía al otro lado de la entrada de cristal, y por un instante me pareció un lugar cálido y acogedor, pero cuando empujé la puerta giratoria se me resistió. Apreté hasta tener todo el peso del cuerpo impulsado hacia delante y la cara a unos milímetros del cristal. Solo entonces se movió. Al principio lo hizo con lentitud, de modo que empujé con más fuerza. Entonces la bestia de cristal ganó velocidad y me golpeó por detrás, lo que me obligó a avanzar a trompicones y arrastrando los pies para no caer al suelo. El hombre situado detrás del mostrador de seguridad se echó a reír.

EL DIABLO VISTE DE RED BULL | CHESTAPPEN. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora